Isaías 21 1-5; Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9; Mateo 8, 5-11

En la película “Los Otros” los niños tienen una enfermedad que les impide estar bajo la luz del sol. Bajo el cuidado de su madre están siempre en las tinieblas- las tinieblas de la muerte- sin saber que existen otros. Su mundo es triste, lúgubre, oscuro pero completo. La madre consigue que no haga falta más, no existen otros. Su mundo no es ideal pero no se quieren asomar a la realidad del mundo que sólo intuyen, pero que puede acabar con el idílico amor egoísta de esa madre por sus hijos. Un mundo en que los otros son sólo sombras que pueden acabar con lo nuestro.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” estas palabras que decimos todos los días en la Eucaristía, justo antes de recibir en nuestra vida al Rey de Reyes y después que el sacerdote nos repita el anuncio de Juan Bautista “Este es el Cordero de Dios”, se inspiran en las palabras del Centurión del Evangelio de hoy.
No es sólo una frase acertada. Un centurión mandaba sobre cien hombres. Además de ellos tenía sus criados y sirvientes. La “Oficina de defensa del soldado” era una idea que haría morir de risa al Cesar , y no hablemos de los sindicatos que eran, sencillamente, impensables. La provincia de Galilea- lejos de la madre Roma- no era el mejor destino del mundo para dedicarse a la buena vida y relajarse en las termas. A pesar de todos los problemas “objetivos” que harían que cualquier buen soldado quisiera salir de esa mala vida y centrar en esa meta todos sus esfuerzos, nos encontramos con este centurión. Un hombre exigente, sabía mandar: “Le digo a uno “Ve” y va y a otro “Ven” y viene.” Pero a la vez sabía estar pendiente de los que le habían encomendado. Un criado paralítico en aquel entonces tenía menos futuro que un bocadillo de panceta en un congreso de anoréxicos. Lo habitual en aquel tiempo hubiera sido no preocuparse por él, ni tan siquiera enterarse demasiado de su existencia, sustituirlo por otro y aquí paz y después gloria. Sin embargo, este centurión no solamente sabe de la existencia de ese criado, sabe que sufre y no duda en acercarse a aquél del que ha oído que puede hacer algo para rogarle (menuda indignidad, rebajarse así ante un judío) que le curase. Pero es que además “sigue afinando”: piensa que ese judío en casa de un romano contraería impureza y por ello le evita el tener que ir bajo su techo. No te extrañe lo que ocurre después: el Señor se queda admirado y mira más allá, al reino de los cielos.
Contempla el día del Reino de Dios, pon buena cara a esos “muchos de oriente y occidente” y descubre que no son “los otros”, son los hijos e hijas de Dios y de nuestra madre la Virgen, que están ahora a tu lado- aunque a veces nos molesten- y que con ellos, por la misericordia de Dios, cantarás: “Vamos alegres a la Casa del Señor”.