Isaías 52, 7-10; Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6 ; Hebreos 1, 1-6; San Juan 1. 1-18

“Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo”. Hemos pasado la noche dando gracias a Dios y hemos encontrado el consuelo de no sabernos solos ya nunca. Hemos descubierto, no sólo que nuestra vida tiene sentido, sino que toda ella está impregnada del amor de Jesús. ¡Qué hermoso nombre!… ¡Jesús!, ¡Jesús!, ¡Jesús!… No nos cansemos de repetirlo, como algo verdaderamente nuestro, tan nuestro que nada ni nadie podrá arrebatarnos. Mírale con ternura, contémplale como una auténtica posesión, y no temas quedarte corto. ¿Has visto a esos pobrecitos que andan por el mundo mendigando avaricia, vanidad o lujuria? Lo hacen empeñando su fama y todo lo que puedan poseer; sin embargo, cuando alcanzan el placer pretendido no encuentran más que vacío y soledad. Nosotros, sin embargo, sabemos de una avaricia santa que es la de poseer a Dios para siempre. Por eso, “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz”.

“Ahora, en esta etapa final, Dios nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo”. Ya no son necesarias más palabras ni más discursos. Todo está dicho, y para siempre. Y cuando, una vez más, nos incorporemos a nuestro trabajo, a nuestro estudio…o quizás a nuestra enfermedad o sufrimiento, ya nada será igual que antes. El nombre de Jesús, que empapa nuestros labios e inunda nuestro corazón, lo iremos reconociendo en aquellos con los que nos toca compartir nuestras horas: la mujer, el marido, los hijos, los compañeros… todos, absolutamente todos, ya no son obstáculo para nada, sino que se han transformado en la imagen viva del Niño que adoramos en el Pesebre. ¿Seremos capaces de pronunciar un tuyo o un mío, cuando el único que es verdaderamente Señor de nuestra vida es Jesús? ¡Anda!, vayamos, cada vez que nos entre el desaliento, al Belén que hay en nuestro interior y, con fuerzas reanimadas, digamos al mundo que la felicidad y la esperanza son posibles.

“A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. ¿No reconoces en la mirada de ese Niño que llora en el Pesebre los ojos de Dios? ¡Sí!, mañana volveremos a la rutina del día a día, a la monotonía de las mismas acciones y los mismos gestos… pero, vuelvo a recordarte que ya nada es lo mismo. Aquellos que no reconocieron a la Palabra (tal y como nos dice el evangelista San Juan), y que no descubrieron la gloria de Dios, nos piden a gritos (aunque aparenten lo contrario) que tú y yo se los demos a conocer. ¿Que cómo podremos hacerlo?… Mira el rostro de María y también descubrirás los mismos ojos de Dios, y di con ella: “¡Jesús, mi vida, mi amor y mi todo, nunca seas otra cosa para mí que Jesús!”