Isaías 60, 1-6; Sal 71, 1-2. 7-8. 10-11. 12-13 ; Efesios 3, 2-3a. 5-6; San Mateo 2, 1-12

“Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti”. Hace poco, mis padres me enseñaron una fotografía, de hace ya unos cuantos años, en la que aparezco junto a un rey mago, con larga barba blanca (el rey), y con un sobre en la mano (yo). Allí estoy, con poco más de cuatro años, el rostro lleno de lágrimas y cara de pocos amigos. Me contaba mi madre que nunca más pudieron llevarme a entregar la carta de los reyes magos porque me ponía furioso y no quería saber nada del “señor de las barbas”. Pero al llegar la noche del día cinco de enero todo eran nervios y expectación. Después de que mi padre dejara los vasos de leche y la bandeja de turrones junto al balcón, nos invitaban a irnos a la cama y esperar la sorpresa del día siguiente. Y, aunque nos prometíamos pillar “in fraganti” a los reyes magos dejando nuestros juguetes, nunca lo conseguíamos y, sin embargo, allí estaba maravillosa la sorpresa al despertarnos…

Esta historieta personal seguro que se asemeja a la de tantos miles de niños que han pasado por lo mismo o algo parecido. No obstante, da la impresión de que, a veces, se ha perdido la ingenuidad de lo que antes se celebraba con otro entusiasmo. Hoy día en vez de “señor de las barbas”, vamos al cine a ver “El Señor de los Anillos” (por cierto, que discrepo acerca de la última entrega, “El retorno del Rey”, y no me parece tan buena, sobre todo el final, o mejor dicho los seis finales de la película), a la vez que Papa Noel hace su hueco en el calendario católico a golpe de reno y “superproducciones” americanas. También nos han complicado la vida con la oferta juguetera, y de la ilusión hemos pasado al capricho por la muñeca más sofisticada, o el último juego de aventuras para la “Gameboy”.

“También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. La Epifanía, o manifestación de Dios a todas las gentes, nos da la oportunidad, cada 6 de enero, de avivar en nuestros corazones el deseo por llevar a todos un único mensaje: “Dios quiere que todos los hombres se salven”. Y, curiosamente, la tradición cristiana se ha servido de la imagen de los “reyes magos” llevando regalos a los niños para que cale en todas las familias lo gratuito del amor de Dios. ¡Qué gran don el saber que hemos sido queridos por lo que somos, no por lo que tenemos!… ¡hijos en el Hijo! Semejante herencia jamás ha sido soñada por nadie en la historia de la humanidad. A pesar de todo, hemos dado por supuestas tantas cosas, que apenas valoramos el gran regalo de Dios.

“Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con Maria, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron”. Aquellos magos de Oriente debieron planear con sumo cuidado y detalle el viaje que emprenderían tras la Estrella. Lo curioso del relato es que no mostraron estupor ante la imagen de una familia que se alojaba dentro de una gruta porque carecía del bienestar más elemental. Todo lo contrario, el evangelista nos dice que “cayendo de rodillas lo adoraron”. Para aquellos que saben buscarla, es evidente que la gloria de Dios es capaz de darse a conocer entre lo más pobre y humilde.

Con todo, como cada año por estas fechas, aún tendré la duda de si el Niño Jesús lloraría al ver al “señor de las barbas”.