San Juan 4, 7-10; Sal 71, 1-2. 3-4ab. 7-8; San Marcos 6, 34-44

Uno de los grandes peligros de la vida es el acostumbramiento, la rutina. Si un bedel del Museo del Prado, a fuerza de pasear delante de las Meninas acaba viéndolo como el azulejo de su cuarto de baño, es evidente que no es por demérito de Velázquez, sino más bien por falta de sensibilidad del ujier, que ha terminado insensibilizándose ante lo sublime que le acompaña diariamente.

Lo normal, lo de todos los días, eso que se cruza en nuestro camino casi sin darnos cuenta, no tiene por qué ser siempre lo vulgar. A veces también lo cotidiano, puede estar tocado de algo maravilloso, aunque la grandeza está, por descontado, en saber descubrirlo. Todo un reto: afinar en la distinción.

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó”. ¿Por qué será que cuando escuchamos estas palabras, es como si abriéramos el paraguas? Todo muy bonito pero casi insustancial: ya ves tú, hablar del amor a estas alturas. Lo de siempre, lo que, a base de manido, casi llega a cansarnos.

Igual es que nos hemos acabado acostumbrando a que Dios nos quiera y nos parece que es algo normal. Como el cuadro de las Meninas que está allí porque tiene que estar, a ver si no. Como el sol que sale todos los días, porque si no ya ve usted qué lío se armaría. Y sin embargo, Dios nos quiere y eso ha transformado el mundo. Hasta tal punto que sólo hace falta que nos demos cuenta y que, dándonos cuenta, miremos las Meninas de forma distinta al azulejo del cuarto de baño.

Y ahí estamos, metiendo la rutina en las cosas de Dios. ¿Por qué? Pues por eso, porque son las cosas de Dios, que ya sabemos: que Dios es bueno, que Dios nos quiere, que esto y que lo otro. Y mientras tanto Dios ¿qué? Pues queriéndonos de verdad, a pesar de nuestras tonterías, y haciendo que esa “normalidad rutinaria” sea una maravillosa esplendidez.

Mira la forma sencilla con que nos presenta el Evangelio esa “rutina de Dios”: “Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor”. ¿Tú de verdad te imaginas a Jesús diciendo para sus adentros: “hoy toca milagro”? Ya se ve que no. Dios hecho hombre se vale de la normalidad de una mirada, una mirada que va más allá, que se da cuenta de algo tan sencillo como la necesidad de llenar el estómago, como también hay que llenar el alma. Y hace, con normalidad una cosa y la otra. Porque ama. Dios conoce cada una de nuestras necesidades, sabe cuáles son nuestros defectos y cualidades, nuestro gran defecto es que nos empeñamos en mirar “con nuestra mirada” de rutina, lo que Dios, si le dejáramos podría convertir en sublime.