San Juan 4,11-18; Sal 71, 1-2. 10-11. 12-13; san Marcos 6, 45-52

“Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser Salvador del mundo”. La palabra “apostolado” no es precisamente una de las empleadas en el vocabulario del cristiano. Cuando los discípulos de Jesús recibieron ese mandato imperativo de ir al mundo entero y predicar el Evangelio, seguro que no se pararon a pensar qué podía significar ser apóstoles; simplemente habían sido testigos de algo maravilloso: en Cristo se habían cumplido todas las promesas anunciadas durante siglos, y habían reconocido en Él (con su vida, muerte y resurrección), al verdadero Mesías. Era necesario que todos conocieran tan gran noticia… todos sin excepción.

“No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor”. Cuando los “respetos humanos” (el “qué dirán”, “caeré bien”, “me mirarán de otra manera”, “qué pensarán de mí”…) se apoderan de nuestras acciones, entonces ser apóstol (vocación que tenemos todos los cristianos por el mero hecho de estar bautizados) se vuelve una carga insoportable y, en la mayoría de las ocasiones, algo absurdo que no está acorde con los tiempos de hoy. Resulta sorprendente ver la sensación de ridículo que tienen tantos católicos cuando se les acusa (o acosa) por ser tales. ¿Cuál es el problema?: que el amor se vuelve escaso. Creemos que la sociedad, la familia, los amigos, o el primero que nos encontremos por la calle, nos va a mirar mal, o se van a reír, si confesamos nuestra condición de creyentes y convencidos seguidores de Jesús. En definitiva, no nos creemos que Cristo viva en nosotros, y que gracias a Él nuestra vida tenga verdadero sentido. Tenemos miedo, y ese miedo proviene de nuestra falta de fe.

“Después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar”. ¿Cómo es posible que Jesús, el Hijo de Dios, necesitara de la oración? Son muchos los pasajes del Evangelio en los que se nos habla de cómo Jesús pasaba ratos en oración… y a veces noches enteras. Así pues, rezar no es sólo para gente con “problemas”: de la misma manera comemos todos los días, o que necesitamos respirar, también el alma necesita de su alimento vital para poder subsistir, y esto no es una mera analogía sin más; se trata de algo verdaderamente esencial para avivar nuestra fe y dar sentido a nuestro apostolado.

“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Estas palabras de aliento siempre las encontraremos en medio de las pequeñas y grandes dificultades. Cuando pienses que has sido “dejado de la mano de Dios”, vuelve a tu interior y reza. Comprenderás que todo aquello que estás pasando ya lo experimentó el propio Jesús aquí en la tierra: incomprensiones, insultos, falsos juicios, difamaciones, soledad, padecimientos físicos… y muerte cruenta. ¡No estamos solos!, y no ha motivo para tener miedo. Ya decía San Pablo: “Si Cristo está con nosotros, ¿quién actuará en contra nuestra?

Y una vez vencido el miedo y puestos en oración, el apostolado se desprenderá también, de forma natural, de nuestro propio obrar y sentir. Una conversación, un comentario en el trabajo, un momento de diversión, un diálogo con los hijos o los nietos, una pequeña diferencia con tu mujer o tu marido… cualquier situación es idónea para que los demás vean en nosotros, no un obstáculo, sino una manera fácil para llegar a Dios. No pongamos obstáculos a la gracia, y veamos en los que nos rodean almas, no gente anónima sin más; almas que necesitan perder el miedo, como lo tuvimos nosotros, y que han de fortalecer su fe mediante la oración.