Isaías 62, 1-5; Sal 95, 1-2a. 2b-3. 7-8a. 9-10a y c ; Corintios 12, 4-11; San Juan 2, 1-11

Ser sacerdote me posibilita asistir a muchísimas bodas. Bodas multitudinarias- de más de quinientos invitados-, bodas pequeñas con cinco o seis invitados, bodas opulentas con cientos de detalles en su preparación, bodas sencillas, bodas ruidosas y bodas silenciosas, bodas alegres e incluso bodas tristes por el fallecimiento cercano de un familiar, bodas con bautizo de los hijos, bodas de blanco, bodas con Misa y bodas sin Misa, bodas con algún no católico y bodas de recién bautizados (de adultos, por supuesto). La gama es enorme y casi se pueden dar todo tipo de posibilidades de combinación de los dos elementos (hombre y mujer, naturalmente). En cualquier caso todos coinciden en que es para ellos un día especial.
¿Cómo sería la boda a la que asistió Jesús y su madre en Caná de Galilea?. No sabemos si serían de su familia, amigos, clientes agradecidos del taller de José… sí podemos adivinar que fue para ellos un día muy intenso de emociones y que no se enteraron (parece mentira cómo se repite tantas veces la historia) de que entre sus invitados –cantando, comiendo, bailando, felicitándoles- estaba el Redentor, el Mesías esperado y su madre santísima.. Me gusta meditar que el primer milagro de Jesús no ocurrió públicamente como muestra de su poder infinito, ni impresionó más que a unos pocos que se enteraron, ni buscó un efectismo espectacular sino que fue por obedecer a su madre y por servir a un hombre y una mujer que se unían en matrimonio y que seguramente casi no repararon en su presencia. No vamos hoy a comentar nada del matrimonio humano (tiempo habrá) sino de otra unión indisoluble que el hombre también se empeña en disociar, la de Cristo con su única Iglesia.
Comienza hoy la semana de oración por la unión de los cristianos. Seguramente no sea primera plana en los periódicos ni le dediquen dos segundos en televisión, pero a pesar de parecer condenado al ostracismo tendremos que decir con Isaías: “Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré”. Me duele la división en la Iglesia, me hace daño que los que llamamos a Cristo “el Señor” estemos divididos, hayamos vuelto a romper- como al pie de la cruz- la túnica inconsútil de Cristo, hagamos pedazos su cuerpo y no nos duela no trabajar lo suficiente por volvernos a unir. A lo mejor desde España nos parece un problema pequeño o distante, pero católico significa universal y es por ello un problema acuciante, que nos urge a ponerle entre todos solución porque no podemos echarlo en el olvido. Esta semana nos centraremos en la unidad pues es cierto que “hay diversidad de dones, pero un mismo espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”. ¿Qué podemos hacer tú y yo?. Escucha a nuestra madre María: “Haced lo que él diga” y proponte pedir al Señor por la unión de las Iglesias todos los días, mira a los cristianos como si fuese ese matrimonio de amigos queridos que-por tonterías- se han separado y no son felices, todos sufren y quieres poner todo de tu parte para que vuelvan a ser felices, para que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre por muy cabezota que sea. Si damos pasos para la unidad de las Iglesias entonces “crecerá la fe de sus discípulos en él” y será más fácil que el mundo crea.