Reyes 3, 4-13; Sal 118, 9. 10. 11. 12. 13. 14; San Marcos 6, 30-34

Ayer era el rey Herodes el que invitaba a Salomé a pedirle lo que quisiera después de bailar ante él. Ahora, sin embargo, es el Señor el que dice a Salomón: “Pídeme lo que quieras”… ¿Cómo pedir a Dios lo que necesitamos? Quizás no se trate de “la pregunta del millón”, pero sí algo que tiene que ver con las cosas que valoramos, y de qué manera contamos con Dios a la hora de tomar decisiones.

Salomón lo tenía aparentemente todo: poder, fama, riquezas, vasallos, etc. Tú y yo podríamos murmurar: “¡ojalá tuviéramos lo mismo, y entonces no nos importaría pedir otras cosas!”. Sin embargo, el nuevo rey de Israel no es que pida “otra cosa”, sino que suplica a Dios le conceda la sabiduría del discernimiento. Por otro lado, si nos fijamos con atención, son pocos los que, en nuestros respectivos ambientes, ponen la preocupación en “lo que son”, más bien son capaces de dar hasta la propia vida por “lo que tienen”. Porque, no es que exista una distinción sutil, es que no tiene nada que ver el “ser” con el “tener”.

A veces podemos imaginarnos el Cielo como una especie de “Supermercado” en donde es posible obtener de todo (materialmente hablando), y en el que Dios, dependiendo de lo bien que nos hemos portado, nos concede esto o lo otro. Incluso, en ocasiones, somos capaces de decir: “Dios mío, si me das esto que te pido, te prometo que haré un sacrificio extraordinario” (donde pone “sacrificio extraordinario”, cada uno ponga lo más extravagante que crea oportuno). Sin embargo, Dios no necesita nunca (como ya se decía en algún comentario anterior), que hagamos nada por Él, sino que siempre espera a que le pidamos lo que realmente nos conviene para ser “lo que somos”: hijos Suyos.

Cuando Ángel (que, si Dios quiere, se casará hoy), me comentaba que durante tiempo había pedido al Señor le pusiera ante sí a la mujer de su vida, seguro que en lo que pensaba era en lo feliz que sería con alguien que compartiera su vida, que pudieran tener hijos, formar una familia, etc. Todo razonablemente legítimo. Pero lo curioso, y esto también me lo comentaba el propio Ángel, es que conforme fue conociendo más a su novia, y se acercaba el día de la boda, ya no le preocupaba tanto lo bueno que ganaría con ella, sino cómo podría hacerla verdaderamente feliz. Ya no pensaba en “tener para sí”, sino en “ser para ella”. Lo que empieza a ser maravillosamente sobrenatural.

Éste es el cambio. Y esto es lo que también observamos en la vida de Jesús. El Evangelio de hoy nos dice que después de una jornada agotadora, el Señor se dispone a descansar con sus discípulos, pero: “Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”. Resulta fascinante observar, sobre todo en la vida de muchos santos, que cuánto más pendientes están de los demás, menos problemas personales tienen.

Yo, sin embargo, hoy sí le pediré al Señor dos cosas muy concretas. En primer lugar, que Ángel y Mar sean muy felices, y que su amor sea un referente para todos nosotros. En segundo lugar, que me enseñe de esa calma con la que se dispuso a enseñar a los que le escuchaban… Él ya sabe a lo que me refiero.