Isaías 6, 1-2a. 3-8; Sal 137, 1-2a. 2bc-3. 4-5. 7c-8 ; Corintios 15, 1-11; San Lucas 5, 1 -11

Cuando terminó el gran Jubileo del año 2000 el Santo Padre el Papa quiso regalar a la Iglesia y al mundo un documento que fuera como un punto de partida. Muchos podrían haber pensado que después de todo el esfuerzo por festejar esos dos milenios ya se había agotado toda la pólvora en salvas. Y no. Después de 2000 años de cristianismo la Iglesia es eternamente joven y se presenta libre de arrugas ante el mundo, dispuesta a mostrarle el verdadero rostro del hombre. Era un documento lleno de un optimismo sobrenatural, y cargado de una esperanza firme lejos de todo toque ilusorio. Tertio millenio ineunte. Al comienzo del tercer milenio. ¿Qué es lo que ha hecho el Papa en estos 25 años de pontificado sino esto: devolverle a la Iglesia, al hombre, al mundo el verdadero rostro en quien mirarse: Cristo? Y eso encaminándola con paso firme a este tercer milenio donde Cristo ha de tener cada vez más voz propia.
Al comienzo del tercer milenio, según algunos la modernidad habría dado ya el toque de gracia a todo lo que sonase a retrógrado, oscurantista, pasado, y todo tipo de etcéteras. El hombre liberado y sin ataduras era el que parecía presentarse como vencedor. Sin embargo, el Papa, un hombre ya anciano, proponía de nuevo algo que ya propuso Cristo, aquella tarde inmensa con una multitud deseosa de llenarse de sentido: “rema mar adentro”. La Iglesia ahora, como Cristo con sus apóstoles, tiene que remar mar adentro, no es bueno quedarse a la orilla, no estamos para pasear por la playa viendo el horizonte estallar de luz frente a nosotros, y quedarnos encogidos de hombros. Hay que mojarse, y para eso hay que remar. Lo que ha hecho siempre la Iglesia, navegar en las procelosas aguas del mundo para vivir y hacer vivir.
Los hijos de la Iglesia tenemos esa honrosa preocupación: no podemos quedarnos como encogidos ante los retos que se presentan en nuestro mundo. Hemos de aceptarlos y no tener miedo a mojarnos “hasta las cachas”, remando mar adentro. ¿Acaso podemos contemplar las cosas que no van resignadamente y decir que es una pena, y ya está? ¿Hemos de hacer de coros de aquellos que llevan la voz cantante porque en un determinado momento han subido al estrado e intentan por ello imponer su “sinfonía”? ¿Hay que aplaudir sin más lo que dice todo el mundo, sencillamente porque lo dice todo el mundo y no vamos nosotros a desentonar…?
La Iglesia tiene sobre sus hombros ese encargo importante de ser la conciencia de nuestra sociedad, y no puede hacer dejación de ello, por distintas razones: porque obedece a un encargo de Cristo, porque hace un servicio al hombre y, entre otras muchas más, porque le asiste la libertad de plantear las cosas según su criterio. Para ello se sabe apartar de la orilla, para objetivamente ver las cosas, y luego remar mar adentro.
En aquella ocasión se trataba (como ahora) de pescar. Y no se trata tanto de acomodarse a lo que a uno puede, sin más, sino a lo que uno está llamado a dar, con Dios. Si el Señor le hubiera hecho caso a los planteamientos humanos de Pedro aquella noche no hubieran tenido la alegría de llenar la barca. Si la Iglesia no tuviera la audacia de proponer ese espejo en el que ha de mirarse el hombre: Cristo, dejaría a la propia humanidad herida de muerte, en su condición más precaria.
Estamos demasiado acostumbrados a lo facilón, a las inercias que nos imponen, a golpe de moda, de modernidad, de lo políticamente correcto. Y la obediencia en Cristo, parece que termina escociendo. ¿Tiene la Iglesia que callar y hacer dejación de ese construir humanidad? Muchos, incluso de otras barcas están deseosos de echar una mano, porque es una empresa que, a la larga, beneficia no sólo a los del “gremio”, sino a todo hombre. ¿Por qué no nos daremos cuenta?
Pídele a Nuestra Madre la Virgen que te dé un amor inmenso a la Iglesia, que sepamos sentirnos contentos en esa barca que navega por el mundo para llevar a muchos, a los más que pueda, a puerto seguro.