Jeremías 17, 5-8; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6 ; Corintios 15, 12. 16-20; San Lucas 6, 17. 20-26

Menudo lío se ha armado con todo el asunto de la clonación de los embriones humanos: las imágenes en televisión de pequeñas agujas atravesando las células, opiniones de médicos, biólogos, actores, políticos, amas de casa, sanos, enfermos, de cualquiera que tenga algo que decir – o que no tenga nada que decir pero que le pongan un micrófono delante- comentando eso de los “fines terapéuticos”.
“Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor”, así comienza hoy la lectura de Jeremías. Esta semana he tenido que ir dos veces al crematorio, dos veces he oprimido el botoncito que cierra las cortinas quitando de la vista el féretro que contiene un cuerpo que en breve será pasto de las llamas, en los dos casos esos cuerpos estaban ya inanimados tras una lucha con el cáncer, en ambas situaciones la familia sufría la separación tanto del más joven (cincuenta y pocos) como del mayor (setenta y muchos). La muerte es una realidad que no podemos esquivar, más pronto o más tarde esta carne nuestra se corrompe y aguardará el día de la resurrección universal. Buscar la fuerza en algo tan débil es una triste ilusión, algún tiempo después la muerte, ese enemigo que será el último en ser vencido, reclamará sus fueros y siempre parecerá triunfadora. “¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos”, San Pablo nos recuerda la verdadera y única realidad en la que la muerte ha sido vencida, no somos unos “desgraciados”, somos agraciados de ser llamados de la vida a la Vida. Y la resurrección es un don gratuito de la misericordia de Dios. Ya podría yo tener clones para poder intercambiarme las orejas todos los meses y más hígados en reserva que las casquerías de “Mercamadrid”, podría haber aniquilado tantos embriones como para duplicar la población de la China continental, pero si no soy consciente de los dones de Dios de poco me valdrán los clones.
Los dones de Dios se dan a aquél que “pone su confianza en el Señor”. A los pobres, a los que tienen hambre, a los que lloran, a los odiados, excluidos, insultados y proscritos les acompaña la dicha de Dios y ésta es eterna. Podremos carecer hasta de lo necesario para vivir, hasta de salud, pero tendremos la paz y alegría que sólo el Espíritu Santo es capaz de dar. A los ricos, los saciados, los que ríen y los “respetados” les acompañan los “ayes”, esa dicha es pasajera y, como los cadáveres, se pudren en poco tiempo, no llena el corazón, deja insatisfecho.
Ojalá se gastasen tantos litros de tinta para describir la bondad de Dios con los hombres como para comentar los descubrimientos de la clonación, pero nos encanta quedarnos en lo inmediato y descuidar lo eterno. Pide al Señor por los científicos para que encuentren soluciones a tantos males que asolan a la humanidad, pero que nunca asuman el papel de Dios. María, madre amorosa de todos los enfermos, dales a todos tu entereza al pie de la cruz.