Santiago 3, 1-10; Sal 11, 2-3. 4-5. 7-8ab ; San Marcos 9, 2-13

No tengo posibilidad, por tiempo y por economía, de viajar demasiado en avión pero veo en las noticias que cada día hay más medidas de seguridad. Te hacen pasar por esos arcos detectores de metales por si llevas un cortaúñas o cualquier trocito de metal que pueda ser usado (con más imaginación que realidad) como un arma mortal o te facilite fabricar un explosivo con la crema de afeitar. Ahora en tiempos de tanto “piercing”, prótesis, llaves, teléfonos, hebillas de los cinturones y demás artilugios que se llevan, me imagino que estarán los dichosos arquitos continuamente pitando. A pesar de tantas medidas de seguridad, todavía no se ha inventado un detector que pueda localizar el arma más dañina, algo que es “pequeño, pero puede alardear de muchas hazañas”: la lengua.
“Sálvanos, Señor, que se acaban los buenos, que desaparece la lealtad entre los hombres: no hacen más que mentir a su prójimo, hablan con labios embusteros y con doblez de corazón”. Tengo que reconocer que esto de tener una “vida pública” me ha llevado a ser muchas veces juzgado, a que hablen de mí a mis espaldas sin conocerme, a que piensen unas cosas u otras normalmente inciertas, a que me achaquen planes proyectos o intenciones que jamás han pasado por mi cabeza y mucho menos por mi corazón y he de reconocer como cierto que muchas veces esto me ha quitado la paz, me he agarrado los “calentones” interiores más grandes de mi vida y he estado tentado de usar la misma arma, sacar mi lengua a paseo y como la “mala baba” no me falta, pagarles con la misma moneda. “A los caballos les ponemos bocado” y en el caso de la lengua cada uno ha de ponerse su propio bocado y normalmente más sensible de lo que nos gustaría, para que nuestra lengua nos obedezca prontamente.
¿Cómo dominar la lengua?. No es nada fácil pero “de la abundancia del corazón habla la boca” así que vacía tu corazón de tu orgullo, de tu amor propio, de tu “estatus”, de la propia honra (aunque la tengas merecida) y llénalo de Jesucristo transfigurado, de la misericordia infinita de Dios, del amor que Dios nos tiene a todos hasta a los más malos (menos mal porque si no ¿dónde estaríamos tú y yo?) y aprende a perdonar. Cuando te fustigue la lengua de los otros dirígete al sagrario y dile al Señor en voz muy bajita: “Señor, me merezco esto y cien mil cosas más, pues estas cosas son las que aumentan el peso de la cruz que cargaste por mis pecados y los de toda la humanidad. El peso que me parece que llevo no es nada en comparación con el que tu cargaste y si puedo hacer de Cireneo- aunque sólo sea un poquito- lo haré con gusto”. Y junto a esto, acostúmbrate a no hablar nunca de los demás, sino con los demás; a no juzgar a nadie y sí a tenderle una mano cuando sea necesario y entonces encontrarás la paz. “¿Qué dicen? ¡Qué digan!” ése es problema de los otros. Que de tu boca sólo salgan palabras de aliento, de consuelo, de cariño, de disculpa y reza por los que te insultan y persigan. Que de tu boca no salgan palabras que no saldrían de la boca de la santísima Virgen. Se puede, os lo aseguro.