Levítico 19, 1-2. 11-18; Sal 18, 8. 9. 10. 15; san Mateo 25, 31-46

“Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Si hay algo que distingue al ser humano de cualquier otra criatura del universo es la de poder alcanzar la santidad. ¿Por qué realizamos semejante aseveración de algo que, para algunos, puede resultar evidente? Quizás porque no sea tan indudable para otros.

El término “santo” del que nos habla hoy el Levítico, en nada se asemeja a una onomástica, o una conmemoración de algún familiar o amigo nuestro. Más bien, hace referencia al uso que se hacía de esta palabra, tanto en el Antiguo como el Nuevo Testamento, al calificar de esta manera a los que se consideraban “justos”. Lo curioso es que, si uno acude al diccionario, encontrará toda una serie de sinónimos “simpáticos”, que aluden a la palabra “justo”: equitativo, sereno, imparcial, razonable… Si pudieras observarme en estos momentos, verías en mi gesto esbozar una leve sonrisa, o una mueca un tanto irónica… ¿me entiendes?

Para muchos, la santidad queda reservada para imágenes endosadas en hornacinas, o bien para gente mayor a las que se la califica de beata (por cierto, según las últimas estadísticas, cerca de un tres por ciento de los que se declaran católicos en España, acuden a Misa diariamente, y esto supone más de un millón y medio de personas…). Sin embargo, el verdadero santo no es el que viene reflejado en unos censos, sino que pertenece al orden de las cosas esenciales y éstas, precisamente, no están a la vista de cualquiera.

“La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma”. Resulta verdaderamente gratificante que la santidad tenga que ver con el descanso. ¡Qué lejos esta imagen de aquella otra, en la que vemos un rostro desencajado por la ascética y la mortificación y nos quitan las ganas de imitar esas actitudes! Tampoco resultan precisamente muy alentadoras esas otras imágenes acarameladas que desprenden un cierto aroma a naftalina ajada y trasnochada.

¿Cómo es entonces la santidad que Dios nos propone? Si hay una expresión que me encanta de la lectura del Levítico de hoy es ésta: “No andarás con cuentos de aquí para allá…” Así pues, Dios nos pide, antes que nada, el que seamos normales. Entonces, preguntará alguno, ¿para ser santos, por tanto, no hay que hacer cosas raras? Pues, más bien no… ¡Bendita normalidad, y cuánto se la echa de menos en nuestros ambientes!

“Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. La respuesta, una vez más, nos la da el Señor, pues lo característico de la humildad es la sencillez y la normalidad. Aquí, por tanto, se encuentra el quicio de la Ley de Dios y de la santidad.

Y, ¿qué diremos de las ovejas y de las cabras, del castigo eterno o de la vida eterna, que nos habla Jesús en el Evangelio de hoy…? Permíteme, de nuevo, que esboce una sonrisa (aunque no precisamente sarcástica), pues durante estos días habrá tiempo para hablar de ello.