Ester 14, 1. 3-5. 12-14; Sal 137, 1-2a. 2bc y 3. 7c-8; san Mateo 7, 7-12

“Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león”. En España nos encontramos en campaña electoral. En un par de semanas tendrán lugar las elecciones generales, y todos, con sus mejores galas, se disponen a presentarse como la única alternativa válida para que las cosas vayan mejor… o sigan tan bien como hasta ahora (todo depende del “lado oscuro” en que se encuentre uno). Lo que sí es cierto, es que ha dado ya comienzo un auténtico maratón de viajes, presentaciones y discursos. Toda la geografía española se encuentra “invadida” de carteles, propagandas, anuncios, y todo tipo de parafernalias que acompañan, inexorablemente, esta clase de eventos políticos; con el consiguiente desgaste (además del económico) de palabras, promesas, amenazas, o proféticos desenlaces si no es uno el más votado. Lo curioso de todo esto, es que, una vez transcurrido el frenesí electoral, las cosas volverán a su cauce hasta dentro de cuatro años. Es decir, todos habrán ganado (aunque haya disminuido su cota electoral), todos echarán la culpa a los mismos… y todos habrán cumplido con su deber de políticos comprometidos con su país.

No dudo en absoluto de la obligación ciudadana acerca de lo que supone, moral y cívicamente, el compromiso de “acudir a las urnas”, es más, los católicos nos encontramos con el deber inapelable de buscar, desde lo que supone un verdadero humanismo cristiano, aquellos individuos que, no sólo vayan a representarnos, sino que defiendan los aspectos esenciales de la dignidad humana, la familia, el derecho a la vida, etc.; y siendo uno de la creencia que sea, respete lo más fundamental que corresponde al hombre. Sin embargo, todo esto no es óbice para que reflexionemos acerca, no de nuestro compromiso político, sino de nuestra condición de cristianos frente al mundo.

“Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”. Si hacemos un recorrido histórico de la Sagrada Escritura, sobre todo en el Antiguo Testamento, veremos constantemente cómo lo humano se encuentra constantemente entretejido con lo divino. Dios establece su Alianza con Israel, y los profetas se dedican, en todo momento, a recordar a los reyes, jueces y sacerdotes del pueblo elegido su dependencia divina, y sus deberes morales. Hoy, por ejemplo, aparece la figura de Ester, mujer de una pieza que, llegando a ser reina, estará dispuesta a dar la propia vida y honra por mantener su fidelidad a Dios. La pregunta, por tanto, es clara: ¿quién está dispuesto en nuestros días a dar testimonio de su condición de hijo de Dios, sin importarle lo que otros puedan pensar?

¡Qué sencillas resultan las palabras del Señor, pero qué difícil el llevarlas a cabo! Después de habernos mostrado Jesús cuál es la actitud de Dios respecto de cualquier ser humano (escuchar, recibir, atender, dar…), como quién no quiere la cosa, el Señor nos da la llave para entender lo que durante tantos siglos profetas y reyes habían estado esperando y deseando: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Así pues, lo que el mundo espera de nosotros es que tratemos a los otros con la misma dignidad con que esperaríamos nos traten a nosotros, es decir, todo es obra de Dios, y para Él es toda la gloria… ¿entenderán nuestros políticos que la religión (nuestra dependencia necesaria respecto a Dios), es algo más que una cuestión que haya de reservarse al ámbito meramente privado?