Génesis 15, 5-12. 17-18; Sal 26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14; Filipenses 3, 17-4, 1; san Lucas 9, 28b-36

Este año muchos haremos el camino de Santiago, es lo propio en Año Santo. A la salida de muchos pueblos y aldeas de Galicia y otras partes de España nos encontraremos con cruces o imágenes de la Virgen talladas en columnas de piedra y muchos, poniendo acento gallego para hacerse los graciosillos, dirán: “El cruceiro”. Ignoro si alguien habrá ido antes colocando monedas brasileñas en todas estas imágenes, que eso es un cruceiro o si el que lo comenta realmente es y habla gallego, pero su nombre en castellano es “el humilladero”.
Esta semana comentando el Evangelio vamos a intentar humillarnos. ¿Una persona se humilla cuando le insultan?, no, en ese caso “le” humillan pero no va unido el que “se” humille, es más, habitualmente cuando a alguien le humillan se crece en soberbia y responde con una pataleta. Creo que uno “se” humilla cuando se encuentra con algo o con alguien que te supera tremendamente, que te admira profundamente, que te remueve por dentro (y a veces por fuera), que te hace comprender tu indignidad de acercarte.
Pedro, Santiago y Juan se humillan ante Jesús transfigurado, se quedan sin habla o no saben lo que dicen, se dan cuanta del don de la gracia que han recibido; a Abrahán le invade un “terror intenso y oscuro” ante la alianza de Dios, eso es humillarse.
Seguimos caminando en esta cuaresma y tenemos que humillarnos ante la cruz de Cristo. Me acuerdo que en mi infancia los buenos religiosos de mi parroquia hicieron (como en tantas parroquias de Madrid) una intensa campaña para que se comulgase en la mano. Era una conquista, se pusieron carteles, se hicieron moniciones, se paraba la celebración antes de comulgar para explicarnos – como las azafatas en los aviones explican las normas de seguridad- la forma “correcta” de comulgar, hasta el punto de que, comulgando en la boca, te sentías casi culpable de ofender al sacerdote que suspiraba y bufaba profundamente al ofrecerte el Cuerpo de Cristo. No tengo nada en contra de la comunión en la mano, pero sí me molestaba que me lo impusieran (mi soberbia es así). Después he pasado por muchas parroquias, el comulgar en la mano se ha convertido en lo corriente y en muchas otras me encuentro (en la mía actualmente, por ejemplo) que se han quitado o nunca se han puesto reclinatorios en los bancos. Así las personas permanecen en pie durante la celebración, muy pocos se arrodillan en la consagración, al entrar en la iglesia se sientan como se sentarían en el cine, esperando que todo empiece y, sobre todo, que acabe. Arrodillarse (siempre que se pueda y la artritis y artrosis se lo permitan a uno) tiene mucho que ver con humillarse. Si vivimos el memorial de la muerte y resurrección de Cristo que es la Santa Misa sin humillarnos, sin admirarnos ante el amor de Dios, corremos el riesgo de convertirnos en “mirones” de la pasión, en un “paseante” ante la cruz, en “curiosos” de la resurrección. Quien ante la cruz no se humilla, al final, humillado por la cruz, “anda como enemigo de la cruz”, es decir, en una pataleta contra Dios.
Que la Misa sea tu humilladero y entonces descubrirás que “el Señor es tu luz y tu salvación”, que a nada debes temer, que “Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa”. “Manteneos así, en el Señor” con María al pie de la cruz.