Miqueas 7,14-15.18-20; Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12; san Lucas 15,1-3.11-32

Siete días llevamos meditando sobre la necesidad de humillarse, hoy es el último y espero que haya servido para acercarte de otra manera a Dios y a los demás. Qué mejor colofón a estos comentarios que el evangelio de hoy, la parábola del hijo pródigo.
Seguro que la has meditado cien veces y te has puesto en el lugar del hijo pequeño, del hijo mayor e incluso te recomiendo que te pongas en el lugar del Padre (aunque sea algo pretencioso) para saber tratar a los demás, porque todo lo que el Espíritu Santo te haya iluminado en esas oraciones será mucho más valioso que lo que yo pobremente pueda escribir.
Hay una campaña, no sé si sólo en Madrid o en otras partes, de acogida a niños con carencias que se llama: “Se buscan abrazos”. No es que yo sea especialmente afectivo ni dado a muestras efusivas de cariño, pero de toda la parábola del hijo pródigo nos vamos a quedar buscando el abrazo del padre al hijo.
Ese abrazo resume todo lo que hemos querido meditar durante esta semana. El hijo abrazó su fortuna y se fue desasido de su padre. Se sentía infantil bajo la protección de su padre y se lanzó en busca de otros abrazos. Se echó en los brazos de la “buena vida”, de la juerga, del vino, de los amigotes, de las prostitutas y terminó humillado por todos ellos e intentando abrazar las algarrobas que comían los cerdos, y hasta ese mísero abrazo al alimento de los puercos le estaba vedado. Es como el abrazo de la boa constrictor, al principio es suave, de tacto agradable, pero termina ahogando y, o eres capaz de zafarte de él, o acabas siendo devorado y deglutido lentamente por los jugos gástricos del animalejo.
El otro abrazo, el abrazo del padre, parece mucho más difícil de recibir. Parece que hay que ganárselo, pensar excusas para acercarse a él, darle vueltas a razonamientos que justifiquen nuestra indignidad y hacernos un hueco entre sus brazos. Y, ciertamente, es un abrazo inmerecido, no nos lo ganamos por nuestra locuacidad ni por nuestra capacidad de “dar lástima”. Es Dios Padre quien se conmueve cuando ve que nos acercamos, el que echa a correr a nuestro encuentro, nos abre los brazos en un inmenso abrazo y nos cubre de besos, callando todos nuestros estúpidos razonamientos o nuestras injustificables justificaciones. Toda la humillación de esta semana es elevada en los brazos del Padre y, sintiéndonos otra vez como niños pequeños y balbucientes ante Dios, nos damos cuenta que Él nos quiere y ése es nuestro mayor tesoro, el que nunca querremos perder.
No dejes pasar de hoy el acercarte a tu padre Dios, el acercarte a la Iglesia y recibir el sacramento de la confesión y- aunque creas que te va a costar mucho, que llevas demasiado tiempo cuidando cerdos- en cuanto te decidas será tu padre Dios quien correrá a tu encuentro, verás todos tus pecados atados con clavos a la cruz y encontrarás la vida de la gracia que da vida a lo que parecía un cadáver.
Confíale a María este propósito de no aplazar un día más esa reconciliación con Dios que necesitas y, aunque te cueste avanzar por la humillación de tus pecados, descubrirás que cerealmente cierto que “él que se humilla será enaltecido”.