Deuteronomio 4, 1.5-9; Sal 147,12-13.15-16.19-20; san Mateo 5, 17-19

Un joven de mi parroquia ha sido presidente de una mesa electoral en las votaciones generales del domingo pasado en España. Era la primera vez que tenía que hacer un papel de éstos y la emoción no le embargaba precisamente, pues tendría que pasar el domingo repitiendo: “votó” a todo el que se acercase y luego el bendito recuento de las papeletas. De todas maneras, como mozo responsable, se leyó el libro en el que se le explicaba las atribuciones y funciones del presidente de mesa y… las aplicó. Expulsó de su mesa a los interventores de dos partidos políticos, a la concejala del distrito que también se acercó, e incluso a la policía que mandó la concejala también la despidió, pues él y sólo él podía reclamar la presencia de los agentes del orden en su mesa. Este joven tenía dos ventajas: una, se había leído y aprendido bien la normativa; dos, es grande, muy grande, alto, fuerte y con barba poblada, o sea, una especie de Hagrid de Harry Potter pero en plan electoral.
“No he venido a abolir (la ley) sino a dar plenitud”, la plenitud de la ley de Dios no se nos impone por la fuerza, por acomodarse a la letra de un libro de normas indiscutible; la plenitud de la ley de Dios se da desde lo alto de la cruz y desde la cuna de Belén. La fuerza de Dios se muestra en la entrega y la aparente debilidad, cuando contemplamos cómo el cuerpo inerte de Cristo se vuelve fortaleza. Los mandatos de Dios “ponedlos por obra, que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos”; no hay mandamientos pequeños, los actos que se hacen con amor de Dios y amor a los hombres son muy importantes. ¿No harías cualquier esfuerzo por arrancar una espina de la corona de Jesucristo?. Sería bien poco comparado con toda la pasión pero seguro que recibirías una mirada de cariño de Cristo, y al que tú querías dar consuelo es el que acaba dándote la paz de corazón.
Me parece una gran injusticia que tantos niños y jóvenes de ahora ignoren las tradiciones y costumbres piadosas que se han ido acuñando, por el amor de los cristianos a su Salvador, a lo largo de los siglos y no se enseñen bajo la capa de una “actualización” de la “vivencia de la fe” que conduce en muchos casos a la impiedad, al pasotismo, al “cumplo y miento”, como dice unas frases de un cantautor: “el conquistador, por guardar su conquista se hace esclavo de lo que conquistó, o sea que fastidiando, se fastidió” (él no dice fastidiando, pero hay que suavizar los términos cuando se escribe). Piensa qué empeño ponemos en enseñar a los más pequeños ( o a los más cercanos si son ignorantes) a que aprendan a despedirse de la Virgen por las noches hasta la mañana siguiente, a que ofrezcan el día al Señor, a que visiten los sagrarios donde Cristo les espera, a rezar un rosario con cariño de enamorado, a pararse a rezar el ángelus, a ofrecer su estudio, trabajo o diversión a Dios, a embeberse en el Evangelio unos minutos al día, … tantas prácticas de devoción cristiana que nunca están anticuadas pues las refresca y renueva el amor. “Guárdate muy bien de olvidar los sucesos que vieron tus ojos, que no se aparten de tu memoria mientras vivas; cuéntaselos a tus hijos y nietos”, si se lo enseñas como importante, lo pequeño será grande para ellos, no hará falta la fuerza, ni la coacción ni tan siquiera el “tener razón” para que se encuentren enamorados de Cristo, de la Virgen, de Dios.