Ezequiel 47, 1-9. 12; Sal 45, 2-3. 5-6. 8-9 ; san Juan 5, 1-3. 5-16

El casi siempre genial grupo argentino “Les Luthiers” en su “Visita a la universidad de Wilstone” tiene un pasaje en que cuenta: “La atmósfera seria y solemne de las clases ha cambiado mucho últimamente, sin embrago cierto respetuoso temor no ha desaparecido de las aulas, sigue existiendo,… en los profesores.” Algo parecido pasa en nuestras iglesias, cierto respetuoso temor a hablar del infierno no ha desaparecido de las predicaciones, sigue existiendo,… en los sacerdotes.
Treinta y ocho años, unos 13879 días, al borde de una piscina. Viendo día tras día que otro se te adelanta en tirarse a la piscina sanadora, que nadie te ayuda pues cada uno piensa en sí mismo o en su enfermo. ¿Se podría pensar una tortura más dura?, ¿Mayor impotencia y pasar minuto tras minuto sintiéndote inútil y sentirse frustrado cada día cuando viese la zambullida de otro en el agua?. Es difícil pero: “Mira, has quedado sano, no peques más no sea que te ocurra algo peor.” ¿Peor? Sí, convéncete, el pecado es peor que la más dura enfermedad corporal, alejarse de Dios, rechazarlo en nuestra vida es abandonar el torrente de vida y adentrarse “en el mar de la aguas pútridas”, es huir de la alegría para echarse en brazos de la eterna melancolía, de la tristeza embriagadora, del odio eterno a todo y a todos, incluso a sí mismo.
“Cierto respetuoso temor”, hablar de la posibilidad cierta y real de la condenación no es agradable, puede parecer que vamos a “meter miedo” a la gente, que lo importante es “el amor” (dicho con tono melifluo y ñoño), que no es un asunto con el que tengamos que “asustar”. En el fondo el miedo está muchas veces en los predicadores a plantearse realmente que se juegan la vida eterna, es el intento de auto-convencerse de que lo que se silencia no existe, es el tapar tras el gesto displicente, la mueca burlona o el comentario sarcástico, una realidad que tememos y que creemos, como niños pequeños, que si nos tapamos los ojos desaparecerá.
“No sea que te ocurra algo peor”. Ciertamente si fuésemos conscientes de todos los dones que Dios nos da, de las veces que nos ha levantado de nuestra postración y nos ha dicho: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”, seríamos incapaces de ser tan ingratos de olvidarlo y ni imaginarnos el apartarnos de su lado, de hacer nada que Dios no quiera, de tener otro pensamiento, otra alegría, otra ilusión que no sea estar a su lado y anunciarle a todos y en todas partes. Pero eso sólo lo ha conseguido Santa María que no contaba con el lastre del pecado, que tenía el corazón libre para amar completamente a su Dios y Señor. Nosotros, tristemente, participamos del pecado, nos olvidamos de la infinitud de los dones de Dios, de las gracias diarias que recibimos, del amor entrañable, profundísimo y constante de Dios, “las maravillas que hace en la tierra”. Por eso nos viene estupendamente, a nosotros y a los que nos oyen, que les recordemos la fea cara del pecado, como tras lo que se presenta como agradable, deleitoso o más tristemente, indiferente, se encierra la inmundicia, la desolación, la muerte eterna. El infierno existe y tenemos que recordarlo, ya que, si lo callamos, tal vez algún día nos encontremos allí con un ex – amigo que nos escupa a la cara, nos mire con ira y nos pregunte por qué nunca le habíamos hablado de que éramos capaces de abandonar el amor a Dios, que éramos tan libres para elegir y elegimos lo peor. Santa María, reina del cielo que nunca, nunca, me ocurra.