Isaías 43, 16-21; Sal 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6 ; Filipenses 3, 8-14; san Juan 8, 1-11

Todavía hay muchos que suspiran repitiendo, una y otra vez, el famoso dicho: “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Lo curioso es que algunos todavía piensan en la originalidad de semejante expresión, cuando resulta que el propio Dios recrimina esa actitud a todo un pueblo de Israel, ya en tiempos de Isaías: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”.
Uno podría preguntarse, sobre todo en medio de tantas circunstancias de dolor y contradicción por las que pasamos actualmente: ¿dónde está lo nuevo que Dios anuncia? Creemos que sólo el progreso de la ciencia, el avance tecnológico, o los recientes descubrimientos de la medicina, son lo verdaderamente “nuevos”. Pero si fuéramos realmente sinceros con nosotros mismos, observaríamos que todo eso que nos deslumbra, incluso con toda la fuerza que nos brinda la avaricia por adquirirlo, no es nada cuando verdaderamente lo poseemos. Y si no, que cada uno haga la prueba pertinente. ¿Cuántas veces no has pensado que si tuvieras ese objeto tan preciado y “necesario” (llámese coche, equipo de música, lavavajillas, ordenador, dinero, incluso un absurdo bolígrafo), se te solucionarían tantos problemas? Y lo que ocurre, cuando ya está en nuestro poder, es que pierde, no sólo su necesidad, sino que incluso llega a hastiarnos, hasta caer en el más profundo de los olvidos.
Resulta estremecedor ver cómo ponemos nuestras ganas y nuestras fuerzas en las cosas que mueren. Es lo que en tantas ocasiones el Papa actual ha denominado como “cultura de la muerte”. Es el afán desordenado por “tener”; creyendo que, de esta manera, obtendremos las seguridades de las que carecemos. Hemos olvidado, una vez más, que sólo en el “ser” uno adquiere su verdadera dignidad, y el sentido de las cosas del mundo. San Pablo nos da la clave: “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. Y, una vez más, hay que repetir que no se trata de caer en el maniqueísmo de pensar que todo lo que nos rodea es malo, sino de darle el valor y la importancia que tienen: ser meros instrumentos que nos acercan, precisamente, a ese conocimiento de Dios. No son un absoluto en sí mismo, porque entonces se convertirían en ídolos, y Dios no tendría cabida en nuestro interior.
Sin embargo, hay otros comportamientos que, sin ser materiales, pueden hacernos tanto o más daño. Se trata de nuestros juicios y nuestros criterios particulares. Leemos en el Evangelio de hoy: “La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”. Como vemos, esos escribas y fariseos no apelan en realidad a la autoridad Dios, sino que se apoyan en una mentira: convertirse en jueces del mundo. El enfrentamiento de Jesús con estos personajes resulta sorprendente. Utiliza sus propias armas y, por eso, apela a lo más profundo de ellos mismos: su conciencia. Y es en ella donde descubrimos nuestra auténtica desnudez, y la necesidad de algo más que apoyarnos en palabras y gestos.
“E inclinándose otra vez, siguió escribiendo”. No sabemos a ciencia cierta qué escribiría el Señor con el dedo en el suelo. Sí sabemos, sin embargo, que se presentó en el templo, después de haber pasado toda la noche en oración en el monte de los Olivos… E intuimos lo verdaderamente “nuevo” en Cristo, y que Dios ya había anunciado al profeta Isaías, y que aún, debido a la dureza de nuestro corazón, somos incapaces de advertir: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.