Isaías 50,4-9a; Sal 68, 8-10. 21-22. 31 y 33-34 ; san Mateo 26, 14-25

El domingo pasado asistí a una manifestación de fe de primer orden. Estuve presente en la Procesión del Cristo del Perdón y la Virgen de la Soledad, en un lugar muy céntrico de la capital española, la Basílica de San Miguel. Quizás, lo más impresionante, además de la reverencia, el cuidado y el esfuerzo con que los costaleros trataron los dos “pasos” (pues ambos se llevaban a pulso, sin ayuda de maquinaria ninguna), fue el extraordinario gentío que acompañaba a dicha Procesión. Fueron cerca de tres horas de profundo silencio y recogimiento. Algunos lloraban, otros rezaban y, de vez en cuando, se entonaba una hermosa saeta ante la imagen de la Virgen. Eran miles de personas las que llenaban las calles de Madrid, pendientes del fervor que unos se contagiaban a otros. Uno se preguntaba, ¿cómo se puede hablar de crisis de fe ante semejante derroche de religiosidad popular? ¿Es que las procesiones de Semana Santa son algo distinto a creer, verdaderamente, en Dios, siendo algo meramente folclórico?

“Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento”. Hay muchas maneras de dirigirse a Dios. Una de ellas es, por supuesto, desde el sentimiento. Sin embargo, los sentimientos son un instrumento de doble filo. Por un lado, muestran algo realmente humano de la persona que los emplea. Pero, por otro lado, existe el peligro de que nos esclavicen, es decir, de que dejen de depender de nosotros, para convertirse en tiranos de nuestras pasiones. Cuando, por ejemplo, alguien pone sus fuerzas en algo que, aun siendo aparentemente contrario a algo placentero (como sacrificarse personalmente en beneficio de otro), supone un bien superior, entonces los sentimientos tienen su auténtico sentido: servir con generosidad a un fin verdaderamente bueno.

“¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?” El ejemplo de Judas, en cambio, es el de estar arrebatado por sentimientos de envidia y avaricia. Es capaz de entregar a aquel que sólo le ha demostrado amor y compasión, simplemente porque se ha dejado dominar por un bien (si acaso pudiéramos hablar como tal), verdaderamente inferior: la codicia. Se ha convertido en esclavo de sus pasiones, dejando a un lado la verdad, para caer en la mentira de lo aparente y superficial… hasta el punto de llevar a su “amigo” a la traición y la muerte.

Pues bien, independientemente de lo que puedan opinar algunos sociólogos, la religiosidad popular está realmente cargada de sentimientos que llevan a la gente a ejercer algo auténticamente bueno. Ven en esas imágenes, acompasadas por el silencio y la admiración, el sufrimiento de un Dios que ha entregado su vida por ellos. No es algo postizo o fanático, sino que es un lenguaje que, trascendiendo lo puramente humano, nos lleva a identificarnos en lo mismo: nuestra absoluta necesidad de lo divino.

Me duele ver tanta mentira e hipocresía en aquellos que, en nombre de la objetividad y de lo ecuánime, dicen encontrarse por encima de ese sentimentalismo barato que supone dejarse arrobar por la imagen de un Cristo llagado, o una Virgen dolorida.

A veces, da la impresión de que el ser humano ha perdido el referente de sí mismo. Si no lo volvemos a encontrar en el misterio de la Pasión y Muerte de Jesús… ¿quién te dará las respuestas a tanta inquietud y desasosiego que llevas dentro? Así pues, no tengas vergüenza de volcar tus sentimientos en tanto amor entregado… aunque sea a través de esa imagen de madera. Cristo se abrazó a una en forma de Cruz.