Hechos de los apóstoles 3, 1-10; Sal 104, 1-2. 3-4. 6-7. 8-9; san Lucas 24, 13-35

Hace dos años, en las navidades de 2002, llegó a la sacristía de mi parroquia un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, normalmente vestido, bien afeitado, limpio, es decir, un hombre corriente del barrio donde vivimos. Me encargó un funeral para cuando fuese posible. Mientras miraba la agenda empecé a preguntar por quién era el funeral, a lo que me contestó que era para su hija de siete años que había tenido una muerte repentina. Ante esto le di a elegir el día que quisiera así como la hora que mejor le venía, lo fijamos al miércoles siguiente a las ocho de la noche. Seguimos hablando y me contó lo sucedido durante ese año: habían muerto su padre y su suegro con una diferencia de seis meses, el dueño de la empresa de artes gráficas donde trabajaba se había fugado con el capital del negocio y estaban esperando el resultado del juicio para quedarse los empleados con la empresa, gestionarla y así cobrar los meses que llevaban sin cobrar su sueldo; su única alegría era el nacimiento, hacía unos meses, de otro hijo, aunque ahora tenía muy difícil el mantenerle pues no contaba con medios hasta que saliese de esta situación, lo que esperaba fuese pronto. Le pregunté dónde vivía y su teléfono y me facilitó una dirección del barrio y un teléfono móvil. Ante tales circunstancias, y como en unas semanas no habría despacho de Cáritas, le di en un sobre los billetes que había de la colecta de esos días para que pudiera dar de comer decentemente a su hijo y su mujer y él pasasen al menos esos días sin demasiadas necesidades. No sé cuánto había, le dije que ya lo devolvería cuando le fuesen bien las cosas. Me lo agradeció (ya que lo único que había pedido era la celebración de la Misa por su hija), se despidió y … esa fue la última vez que volví a verle: ni hubo funeral, ni el teléfono pertenecía a ningún abonado, ni vivía en el piso que me había dicho.
Me sentí bastante tonto (cosa que no es ninguna novedad), pero al momento me acordé de la primera lectura de hoy: “No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo” y desde ese día rezo por ese desconocido (y por sus hijos si los tuviera). Ciertamente yo le di “oro”, lo que tenía (no mucho, mi parroquia es deficitaria y tengo unos cuantos miles de euros de deuda) pero había pedido mucho más: Una Misa.
Con estas cosas que a veces humillan nuestro orgullo creo que el Señor a veces nos dice: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!”, estamos preocupados por tantas cosas, por nuestra propia estima que nos volvemos desconfiados, “es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado”, que nos olvidamos de encontrarnos con Dios. “Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan”. ¿Hace cuánto que no “arde tu corazón” cuando comulgas?. ¿O es que estás tan preocupado del oro y la plata que no recibes lo que realmente es importante y Dios te da en la Eucaristía?.
Desde ese día que esperé sin resultado para celebrar el funeral por la hija de ese desconocido pido al Señor que me permita seguir siendo “tonto”, que nunca valore más las “cosas” o a mí mismo que un acto de caridad, que una Misa celebrada con cariño, que una caricia del amor de Dios, aunque duela.
Pídele a la Reina del cielo que tu tesoro no sea “oro ni plata” y que puedas dar lo que tienes: un amor intenso a Dios, tu Padre, a Cristo Resucitado, al Espíritu Santo que vendrá a ser tu consuelo.