Hechos de los apóstoles 5, 34-42 ; Sal 26, 1. 4. 13-14; an Juan 6, 1-15

Muchas veces me da vergüenza escribir estos comentarios, poner pedacitos de mi oración sobre un papel (o una pantalla), pues no me creo maestro de nada, es más, me cuesta mucho mi oración y, como me conozco un poco, sé lo lejos que estoy de empezar a amar a Dios. Me amarro a la Virgen pidiéndole por vosotros y que sea ella, dándole un empujoncito a su Esposo, el Espíritu Santo, para que os sirvan para vuestra alma. Muchas veces noto mi falta de vida interior cuando tengo que celebrar la tercera o cuarta Misa: un funeral al que ha fallado el sacerdote que tenía que celebrarlo. Ya me ha roto mis planes, el tiempo que tenía dedicado para otra cosa lo tengo que “usar” en la Misa ¡y me cuesta! (qué burro soy). Cuando veo unas cien personas en la parroquia y comienza la Misa y nadie sabe contestar, santiguarse sólo algunos, y es preciso decir cuando hay que levantarse o sentarse, hablan, suenan móviles, se saludan antes, durante y después y se oyen los besos desde el altar, cuando todos se vuelven al abrirse la puerta a ver quién entra, excepto en el momento de la paz (que eso sí se lo saben todos), cuando el resto les da igual, se animan a comulgar unos a otros como si dieses un cupón para una rifa, es indiferente si lees el evangelio o la receta del cocido; entonces me siento un payaso, un tonto, un bufón, alquilado por cinco euros que te entregan al acabar la Misa (los que se acuerdan) con grandes aspavientos, como si te hicieran el favor de tu vida. Me siento un bufón –como decía-, pero me suele ocurrir que cuando al comienzo de la Misa empieza a “subirme la soberbia” y te dan ganas de celebrar una Misa “de trámite” (rapidita y “s´acabó”) me doy cuenta de que estoy haciendo el bufón delante de Dios, que esas personas pondrán poco amor y lo tendré que poner yo, que tendré que pedir perdón por mis pecados y por todos los que no lo piden, que tendré que proclamar la Palabra de Dios con más cariño, que la predicación me la tengo que dedicar en primer lugar a mí mismo, que tendré que ofrecer mi vida y las cien vidas que tengo delante al Señor, que es necesario arrodillarme por mí y por un centenar de corazones que siguen en la cima de su despiste, que puedo sentirme hermano e hijo de un mismo Dios con aquellos que no se saben el padrenuestro “nuevo” y el “viejo” se les ha olvidado por falta de uso, que debo comulgar con tanta devoción que tape la blasfemia que se va a cometer a continuación y no puedo impedir, es decir, que al final son las Misas que más sufro y más disfruto, aunque empiezan pésimamente mal por mi actitud interior.
“Si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondrías a luchar contra Dios”, este consejo de Gamaliel me ayuda cada día, ante las dificultades que parecen insalvables, o las batallas que parecen perdidas. La Santa Misa es de Dios, ni un centenar ni un millar de incrédulos, ni siquiera la estupidez del sacerdote (“cinco panes de cebada y un par de peces”), podrá cambiar el hecho de que Dios quiera partirse y repartirse y hacer el acto más grande y sublime de la historia. Y eso aunque sea despreciado.
La Eucaristía es de Dios, no te expongas a “luchar contra Dios”: ámala, venérala, adórala, respétala, quiérela -por muy malas que sean las circunstancias exteriores-, por los que no la aman, no la veneran, no la respetan ni la quieren. A ver si por sentarte encima de un cardo en la gran explanada donde Cristo reparte los panes y los peces te vas a ir sin comer. Si se lo pides a la Virgen ella cambiará esa espina en el trasero por un cojín que te hará disfrutar cada día más de Cristo Eucaristía.