Hechos de los apóstoles 9, 31-42; Sal 115, 12-13. 14-15. 16-17; san Juan 6, 60-69

“La Iglesia gozaba de paz”. La Bienaventuranza dirigida a los “pacíficos”, es de las más significativas de Jesús. La mansedumbre, la bondad, el anonadamiento… todos éstos son títulos que, o bien los dirigía la gente al Señor, o el propio Jesús se atribuía a sí mismo. Es cierto, vivimos tiempos en que los deseos de paz se han “institucionalizado” mundialmente. Pero, habría que preguntarse, si esos deseos corresponden a lo que todo ser humano necesita, o bien son meros mecanismos de las denominadas “sociedades democráticas”, que por demagogia, han establecido que hay que actuar con criterios de consenso. Es decir, la paz que nos da Cristo es la Paz de Dios, mientras la que nos ofrece el mundo es una paz tantas veces manejada por intereses o criterios de conveniencia. Esto no significa que las grandes instituciones internacionales, ong’s, etc, busquen sinceramente acuerdos que lleven a ciertos equilibrios de concordia o conciliación, sino que el interrogante viene si, en verdad, satisface las esperanzas profundas de toda persona. Sólo Dios puede calmar esa insatisfacción humana, porque sólo Él “conoce” el interior del hombre.

¿Nuestro papel en todo esto?… De la misma manera que hicieron los primeros cristianos, nuestra evangelización ha de consistir en sembrar paz y alegría. El pesimismo no existe en nuestro vocabulario, porque gracias a los meritos del Hijo de Dios, somos capaces de transformar todas las cosas mediante la oración y la entrega personal. Y es que la Iglesia es verdadera maestra en todo lo que concierne a obrar milagros, pero los de verdad, aquellos que anidan en el corazón, y que, de la misma manera que Tabita, puede decir en nombre de Cristo: “¡Levántate!”.

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”. La única correspondencia que nos pide Dios es la de la gratitud y la lealtad. Cuando Jesús relataba cada una de las Bienaventuranzas, pensaba en cada uno de nosotros: los perseguidos, los que lloran, los que sufren… pero, además, entraba en el mismo “saco” los limpios de corazón, los pacíficos, etc. Esa “mezcla” entre lo bueno y lo malo que puede aparecer a primera vista, es de una coherencia sobrenatural que debe asombrarnos. Se trata del mismo recorrido que hizo Cristo, y nosotros hemos sido llamados por Él para acompañarle y dar testimonio de lo que en verdad es el hombre: un ser limitado con aspiraciones de eternidad.

“Señor, ¿a quién vamos acudir?”. Esta expresión, independientemente de cómo puedan resultar de duras las palabras de Jesús, no es otra cosa sino abandonarnos al misterio de Dios: incompresible para el mundo, lleno de luz para los que creemos… porque, “Tú tienes palabras de vida eterna”.

¿No nos llena todo esto de una profunda alegría, y no nos empuja a contagiarla a los demás?

Mira, si no, la figura amable de San José (hoy en su fiesta “de faena”), trabajador incansable que es maestro de interioridad hecha entrega diaria. Y mira a María, hoy empezamos el mes dedicado a ella: que bajo su luz aprendas a hilvanar esa paz verdadera que viene de Dios.