Hechos de los apóstoles 12, 24-13, 5; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8 ; san Juan 12, 44-50

La palabra “apostolado” tampoco goza de muy buena prensa en nuestra sociedad. Eso de que alguien “te coma el coco”, y te diga cuál ha de ser tu actitud ante Dios y los demás no va mucho con nuestra forma de entender la libertad. Sin embargo, todas las lecturas que estamos considerando del libro de los Hechos de los apóstoles no hacen otra cosa sino hablar de proselitismo y apostolado. Se nos dice que los primeros testigos de la Resurrección de Cristo se dedicaban a “cumplir su misión”. Cuando pasamos horas y horas delante de un televisor, y “nos tragamos” los “spots” publicitarios que intentan convencernos de que hemos de comprar un producto de consumo, o escuchar a nuestros políticos lo bien que llevan a cabo sus promesas electorales, nadie se queja, incluso está “muy bien visto”.

Da la impresión de que a los cristianos nos agobian los respetos humanos. Y eso de tener que decir al compañero de trabajo lo bueno que sería que se hiciera una “limpia” acudiendo al confesionario, o preocuparnos por ese amigo con el que tomamos “unas copas” para que vaya a Misa el próximo domingo, no nos parece muy correcto (o, más bien, nos da vergüenza pensar lo que opine de nosotros). Es más (y ésta es la tentación de lo “políticamente correcto”), puede resultar lesivo para el ejercicio de sus libertades, puesto que es algo que corresponde exclusivamente a su conciencia. Si mis padres hubieran pensado lo mismo, esperando a que cumpliera los dieciocho años para que decidiera acerca de mis convicciones religiosas, no sé dónde estaría ahora. Qué bueno es descubrir que en la familia se encuentra el germen de esa semilla, que Dios depositó en nuestra alma mucho antes de que naciéramos.

“Volvieron a ayunar y a orar, les impusieron las manos y los despidieron”. ¡Además esto!… Que para hacer apostolado necesito tener una vida de sacrificio y de oración. ¡Vamos!, que nos presentamos en medio de la calle con estos argumentos de identidad, y algunos nos pueden calificar de “lunáticos”. Por eso, el primer apostolado es el de la amistad. ¡Sí!, esa vecina tuya a la que hace tiempo no saludas, pero intuyes que pasa por momentos difíciles. Ése que se sienta en la mesa de enfrente y con la mirada espera le digas algo, porque no encuentra respuestas a lo que sufre en su interior.

“El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. Apóstol no significa otra cosa sino “enviado”. Enviados por Dios para dar testimonio de lo que somos (e incluso de lo que nos falta por ser), con la delicadeza suficiente para comprender lo que otros necesitan, ser queridos por Dios, y responder con nuestra generosidad, y prontitud, a lo que Él espera de nosotros: lealtad, fidelidad y correspondencia.

“Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”. La libertad que nos da saber que lo que decimos no es cosa nuestra, sino un encargo del propio Jesús, es enorme. Sabemos que nunca nos equivocaremos cuando se trata de buscar hacer el bien a los demás. Porque, ¿qué mayor bien que entregarnos con todas nuestras fuerzas a que otros experimenten la “gozada” de vivir en gracia, y cara a Dios? ¡Cuántos “fantasmas” desaparecerán de nuestra vida cuando vivamos con la libertad de los hijos de Dios! Aunque algunos nos den la espalda, o se rían de nosotros, nada tememos, porque ése fue el camino que recorrió Cristo, y el que siguieron sus apóstoles.

La Virgen María también recibió un encargo: ser Madre de Dios… ¡Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros!