Hechos de los apóstoles 13, 13-25 ; Sal 88, 2-3. 21-22. 25 y 27 ; san Juan 13, 16-20

Hay en la capilla del colegio donde suelo decir Misa una señora viuda, Sagrario, que resulta ser una especie de “sacristana” (palabra que me horroriza, por otra parte), y que cuando llego un rato antes para confesar, ya ha preparado todo lo necesario para celebrar la Eucaristía. Yo diría que lo anecdótico es el servicio que hace a la Parroquia, ya que lo heroico resulta ser su talante de mujer y de cristiana. Padece una enfermedad realmente dura de sobrellevar (que le acompañará hasta que se muera), pero siempre está con una sonrisa y animando a los que le rodean. Sabe “estar” y “callar”, pero, sobre todo, sabe servir a los demás con alegría.

“Hermanos, si queréis exhortar al pueblo, hablad”. Existen diversidad de formas de hablar, y nuestra condición de cristianos nos ayuda a que sea (¡en tantas ocasiones!) el propio Espíritu Santo quien hable en nuestro lugar. Y al relatar el caso de mi amiga Sagrario (ya cumplidos los setenta), me ayuda a entender que también desde el dolor y el sufrimiento se puede hablar muy bien de Dios. Los que por naturaleza somos un tanto “quejicas” ante el menor sufrimiento físico, nos admira ver a esos hombres y mujeres que, con gallardía, llevan adelante su enfermedad, también con sentido sobrenatural.

Y tampoco hace falta llegar a la ancianidad para adquirir semejante virtud, pues hace unos días me comentaban el caso de una adolescente que, ahora en proceso de beatificación, sufrió lo indecible durante su largo proceso de cáncer. Su nombre: Alexia. Cuando exhumaron el cadáver (que es algo que suele hacerse en las causas de beatificación), los allí presentes fueron testigos de las huellas que, dicha enfermedad, dejaron impresas en sus restos. Me comentaban que debió pasar un auténtico calvario durante su larga estancia en el hospital. También he leído alguna publicación de esta chiquilla y, puedo aseguraros, que si Dios no estuvo presente en semejante “Gólgota”, cualquier razonamiento humano resultaría absurdo.

“Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía: ‘Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias’.” Sublime manera de hablar san Pablo acerca de aquél que poco conoció, pero que debió impresionarle profundamente. ¿Qué es lo que quedó grabado en el apóstol de los gentiles de la figura del Bautista: que su humildad y su abandono en Dios eran fruto de una vida que nunca tuvo en propiedad (“cuando estaba para acabar su vida”), sino que pertenecía exclusivamente a su Señor. Semejante desprendimiento resulta una “bofetada” para los que, con remilgos, buscamos justificarnos porque aún no hemos obtenido el antojo pertinente. Mirar a estos personajes es contemplar el mismo rostro de Cristo que, desde el Huerto de los Olivos hasta su muerte en la Cruz, nos interroga acerca de nuestras preocupaciones. ¿Será para tanto? Es cierto que no os tengo a todos delante de este comentario del Evangelio, pero puedo sospechar (es también mi experiencia), que siempre habrá alguien que sufra mucho más que tú y que yo… y dé gracias a Dios por ello.

“El que recibe a mi enviado me recibe a mí; y el que a mí me recibe, recibe al que me ha enviado”. ¿Nunca te has parado a pensar que alguien que llora o sufre con sentido cristiano (o quizás sonría por no hacerte sufrir a ti), desde el lecho de su enfermedad, se transforma en verdadero apóstol de Cristo? ¡Fíjate con qué “instrumentos de guerra” nos enfrentamos ante el mundo!

Esas mismas armas las conocía María, la Madre de Jesús: “¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!”… Clarificadoras palabras de Simeón, mientras bendecía a la Virgen y a José, su marido.