Hechos de los apóstoles 14, 21b-27; Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab ; Apocalipsis 21, 1-5a; san Juan 13, 31-33a. 34-35

Casi siempre ocurre lo mismo, es un dato de experiencia fácilmente comprobable por cada uno de nosotros, fijaos este domingo.
Justo después de comulgar, muchos abandonan su asiento que celosamente han guardado durante toda la Misa y se dirigen, como deportistas de elite, hacia el lugar de salida. Tras la bendición resuena la voz del sacerdote: “Podéis” (acompañado por un ruido de pasos que se van agolpando en la puerta), “ir” (y el crujido de los goznes de la puerta no suficientemente engrasada acompaña esta palabra), “en” (como en la entrada de la plaza en los “San Fermines” se ha formado un tapón de personas que se empujan por ver la luz del sol en la puerta de la Iglesia), “paz” (a los que han tomado ventaja se unen los que por los ruidos precedentes se han puesto nerviosos y se forma espontáneamente la procesión de salida: el sacerdote, los monaguillos y todos los que se cruzan por en medio para llegar a la salida como si el último tuviese que fregar la Iglesia). Muchas veces pienso que se podría cambiar el final de la celebración de la Eucaristía y en vez de decir “podéis ir en paz” deberíamos decir “tonto el último.”
“Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús…” A mí lo que me pide el cuerpo en esos momentos es decir: ¡Ay de los que salen antes de tiempo! Cuando “cumplimos”, hemos mojado el pan en la salsa y salimos corriendo a hacer las cosas tan importantes y urgentes que tenemos que hacer, cuando estamos deseando “escapar” de la Iglesia e incluso comentamos que la Misa se alarga demasiado (¿Eres tú le dirías a los soldados que crucificaban a Cristo que acabasen cuanto antes, les quebrasen las piernas, y así nos iríamos antes a casa?), cuando nos acostumbramos a “salir corriendo”, quizá recibimos a Cristo, pero no le escuchamos.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis unos a otros.” Judas no escuchó estas palabras, se fue corriendo a “hacer sus cosas,” muchos cristianos no paladean el amor de Dios, se tragan la sagrada forma y se les atraganta la misericordia de Dios de camino hacia la salida. Cuentan que el Padre Pío a todos los que acudían, por devoción, curiosidad o profundamente convertidos tras asistir a la celebración de la Misa (que a veces duraba más de hora y media sin cantos ni avisos), a besar sus manos, pedirle confesión o hacerle una consulta de conciencia, los hacía esperar, con delicadeza pero con firmeza, a que hiciese su acción de gracias por recibir a Cristo Eucaristía, y esa acción de gracias se solía prolongar una hora. Tal vez nosotros no poseamos tanta riqueza de tiempo pero seguro que tenemos unos minutos para dar gracias a Dios después de la comunión. En ese momento descubriremos el amor de Cristo entregado completamente en la Cruz y en la Santa Misa y nos exigirá el corazón amar así a los demás. Descubriremos “lo que Dios hace por medio de nosotros” como Pablo y Bernabé, “Bendeciremos el nombre del Señor por siempre jamás”, y palparemos que somos “la morada de Dios con los hombres.”
Una vez que has comulgado María, la Madre de Dios, te acompaña, los santos te rodean, la Iglesia entera está pendiente de ti. ¿De verdad no tienes unos minutos más para escuchar las palabras de Cristo en tu corazón?. Y si, por casualidad, el sacerdote de tu parroquia siempre va corriendo y cierra en seguida al acabar la Santa Misa, si descubre que hay personas que se quedan unos minutos a dar gracias a Dios, tal vez él recupere esa costumbre y le harás un favor.