Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Sal 46, 2-3. 6-7 8-9 ; Efesios 1, 17-23; san Lucas 24, 46-53

“No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad”. A veces nos asombramos ante determinados hechos de la técnica o de la ciencia que sobrepasan nuestra imaginación. Estamos convencidos de que el hombre es capaz de realizar “imposibles”, desafiando incluso las leyes de la naturaleza. Lo que en lustros pasados pertenecía al género literario de la ficción, ahora lo tenemos al alcance de la mano. Sin embargo, estamos sujetos a contradicciones que nos llaman la atención. Da la impresión de que las guerras, las desigualdades sociales y económicas, el racismo, y un largo etcétera, pertenecen a otra “galaxia”. El contraste resulta más notable cuando vemos a gente, que “se las da” de culta y “progre”, acudiendo a las cartas del Tarot, o al hechicero de turno, para que le augure un buen futuro. Podríamos asegurar que hay una cierta “esquizofrenia” colectiva, en la que resulta muy fácil imaginar un mundo perfecto (en el que quizás pasamos horas evadiéndonos de la realidad), y vivir otro muy distinto.

Pretender que el hombre es dueño del tiempo resulta fatal. De hecho, vivimos como si cualquier plan o proyecto lo pudiéramos amoldar a nuestro antojo. Y cuando algo no sale, tal y como estaba previsto, le echamos la culpa al “destino”. Hemos olvidado que Cristo es el Señor de la Historia, y que la autoridad de Dios no es un capricho de la divinidad, sino una evidencia más de la necesidad del ser humano por descubrir en su interior la imagen de su Creador. Ese descubrimiento es el que da la talla para aplicar en lo cotidiano la justa medida de las cosas. La justicia, la libertad, la reconciliación, etc., no son producto de la evolución del “mono”, sino de la intervención de Dios en el corazón del hombre. De esta manera, ya no buscaríamos imponer nuestro criterio o interés a costa de “penalizar” a otros, sino de cómo deberíamos adecuar nuestros actos con la voluntad de Dios. Ésta es la “pequeña” diferencia”: Mientras el mundo apela al “destino”, los cristianos confiamos en la Providencia (“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo”).

“Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”. Los discípulos han vivido con intensidad esos días posteriores a la Resurrección del Señor. Algunos han preguntado cuál sería el destino de su Maestro, y si ellos podrían acompañarlo: “No sabemos a dónde vas?”. Ante el desconcierto de algo inesperado, también nosotros podemos quedar noqueados, sin saber cómo actuar. Esos “hombres vestidos de blanco”, que increparon a los “espectadores” de la Ascensión del Señor, también están muy cerca de nosotros (un dolor de muelas, un consejo de un buen amigo, una enfermedad inesperada, un buen rato de oración…), recordándonos que el don del Espíritu Santo no sólo consiste en una celebración donde recibimos el sacramento de la Confirmación, sino que es la fuerza de la gracia, grabada a fuego en el alma, que nos da la capacidad de ser testigos de Jesús en cada momento.

“Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”. A mí, personalmente, me hubiera gustado acompañar al Señor en esa Ascensión a los Cielos. En especial, cuando no sé dar respuesta a situaciones que no me gustan o me resulta incómodas. La primera reacción, acompañada del disgusto consiguiente, suele ser la rebeldía y dejarme ganar por la soberbia. Pero, este final del Evangelio de san Lucas resulta conmovedor: ¿Por qué no reaccionar ante algo imprevisible, lejos de mis “idílicos” planes, con alegría? Reconocer el tiempo de Dios como el verdadero destino del hombre, nos ayudaría, ya desde este momento, a participar de la Ascensión de Jesús a los Cielos… ¡Qué cosas tiene el Espíritu Santo!