Hechos de los apóstoles 20, 28-38 ; Sal 67, 29-30. 33-35a. 35b y 36c; san Juan 17, 11b-19

“Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre”. Ser sacerdote es ser el mismo Cristo. Siendo éste el punto de partida, san Pablo da unos consejos a los sacerdotes de Éfeso. El argumento empleado es el de la sangre derramada por Jesús. Todo sacerdote será pastor de la Iglesia en la medida en que se identifique con el sacrificio de Cristo. Más aún, las manos, los gestos y las palabras del sacerdote serán prestadas a Jesús para llevar a cabo el gran milagro de convertir el pan y el vino, depositados en el altar, en su Cuerpo y en su Sangre.

Sentadas estas premisas, Pablo vierte sus sentimientos (“durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular”) con verdadero celo sacerdotal. El que actúa “en el nombre” y “en la persona” de Cristo no es un ser ajeno al sufrimiento de los hombres. Todo lo contrario, es un hombre como los demás (sacado del mundo y devuelto a él), para hacer de “puente” entre lo divino y lo humano. Dispensador de los misterios de Dios, recoge las palabras del Señor, haciéndolas suyas: “Hay más dicha en dar que en recibir”.

La alegría de los hombres es la alegría del sacerdote, la tristeza de los que lloran es la tristeza del sacerdote. No es un plañidero, sino que administra la medicina oportuna para curar las heridas del corazón y del alma. Y esa fuerza, recibida del Espíritu Santo, resulta ser el bálsamo de la verdadera reconciliación entre los hombres, y de éstos con Dios.

“Se pusieron todos de rodillas, y rezó. Se echaron a llorar…”. San Pablo, que es conocido por la dureza empleada para sí, muestra su ternura sacerdotal ante aquellos que quizás no vuelva a ver. La única acción que pueda acortar distancias, en el tiempo y en el espacio, es la de la oración. La eternidad, una vez más, entra en el límite de las horas para derrochar en la condición humana lo que es perenne e infinito. Dios, más allá de cualquier anonadamiento, resulta tan asequible que es posible hablarle como un “Tú”. Él, no sólo escucha, sino que hace llenar el alma de la fortaleza capaz de acometer cualquier empresa. Lo que para los hombres puede resultar heroísmo, para el que reza se hace cotidiano: llevar a cabo la voluntad de Dios.

“Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros”. La unidad es la bandera del sacerdote, que enarbola ante todos los hombres de buena voluntad. La diversidad y la diferencia encuentran su punto de inflexión en un solo Señor y en una sola fe. Los enemigos de Dios pretenderán la dispersión y la ruptura, pero el amor es más grande que cualquier discrepancia. El Espíritu Santo, que asiste permanentemente a la Iglesia, es el encargado de preservar a sus hijos de todo mal y contradicción. Estando en el mundo, el sacerdote, que es odiado por su entrega al débil y enfermo, siempre actuará contracorriente, acudiendo con presteza al que se encuentra hambriento de Dios.

“Por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad”. Enemigo de la mentira, el sacerdote busca siempre la auténtica adecuación entre el querer de Dios y su puesta en escena en el mundo. En ocasiones verdaderamente difíciles, la tentación ante los respetos humanos y la vanidad, encontrarán su contrapeso en el abrazo sincero a la Cruz. No sólo se trata de admirar la soledad de una cruz, sino de besar, una a una, las llagas del crucificado. Éste es el colmo de la verdad, el escándalo para aquellos que sólo encuentran satisfacción en la podredumbre de las cosas que mueren. El sacerdote, ya es víctima, altar y sacrificio… Y ya nadie podrá arrebatarle el amor de sus amores.

Pienso en María, madre de los sacerdotes, y me brota un profundo agradecimiento, porque me contempla con ternura y ve en mí, a pesar de mí, a su propio hijo, Cristo.