Hechos de los apóstoles 22, 30; 23, 6-11; Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11; san Juan 17, 20-26

“No encontramos ningún delito en este hombre; ¿y si le ha hablado un espíritu o un ángel?” Ante los planes de Dios poco pueden hacer los hombres. Si la promesa de Jesús acerca del Espíritu Santo se iba a llevar cabo, ningún discurso, ni aunque se pusieran de acuerdo todos los estamentos mundiales (la ONU, la UE…), podría cambiar la voluntad de Dios. El temor ante lo desconocido nos intimida y nos acobarda (es lo que les ocurría a los fariseos frente a los saduceos en la primera lectura de hoy), pero si somos amigos de Dios nadie puede amilanarnos.

Estos días previos a la gran solemnidad de Pentecostés, en que preparamos con el Decenario la venida del Espíritu Santo, son días de contemplación. Ese “Gran Desconocido”, tercera persona de la Santísima Trinidad, deja de ser un extraño para entrar como huésped privilegiado en nuestra alma. El trato íntimo con Él ha de darnos el gusto por las cosas de Dios, “saborear” cada una de sus inspiraciones, hacerlas nuestras, y maravillarnos por su infinita bondad.

Son muchos los santos, y gente piadosa, que se han sumergido en esta amabilísima persona divina. Desde la oración más sincera, hasta proclamar “a los cuatro vientos” sus bondades y su acción eficacísima, han ido descubriendo, e intuyendo, ese fuego abrasador del que hablaba Jesús. Quemar el mundo con el amor de Dios es impregnarlo de la presencia del Espíritu Santo. Cada rincón, cada persona, cada acontecimiento, cada palabra, cada gesto… merecen ser empapados con esa gracia divina.

¿Ya tienes clara tu vocación?, ¿aún dudas?… Escucha, entonces, las palabras que le dirige el Señor a san Pablo: “¡Animo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén tienes que darlo en Roma”. Resultan ser del mismo tono que las empleadas por el Papa en su último libro: “¡Levantaos, vamos!” La osadía de los hijos de Dios no tiene límites cuando se deja actuar al Espíritu Santo. Y esto no es vanagloria ni soberbia, sino el orgullo santo de que todo el planeta quede “cristificado”, lleno de Cristo, por mis obras y mis palabras. ¿Es realmente heroico, al levantarte por las mañanas, darle gracias a Dios por el nuevo día?, ¿resulta traumático sonreír al compañero de oficina, y encomendarle al Espíritu Santo?, ¿te parece insolente, o fuera de lugar, al llegar a casa, besar a tu mujer, o a tu marido, y dedicarle un rato a tus hijos?, ¿crees necesario echarle la culpa al mundo (jefes, vecinos, gobernantes, amigos…) de lo mal que van las cosas, sin antes haberte recogido, ¡aunque sea un minuto!, y decírselo a tu Padre Dios?

¡Sí!, de esta manera hacemos que el Espíritu Santo actúe en nuestras vidas y en nuestros ambientes. Y, como puedes observar, no se trata de hacer “cosas raras”. El objetivo no es otro, sino de dar sentido divino a todo lo que es normal. Aquello que para otros es “monótono”, “aburrido”, “siempre lo mismo”… ¡todo eso puede llenarse de Dios!

María, nuestra Madre, se encontrará en medio de los discípulos, es decir, junto con toda la Iglesia, el día de Pentecostés. Ella será la primera que nos recuerde el “testigo” que recibió de su propio Hijo, y que ahora nos entrega: “Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”.