Hechos de los apóstoles 28,16-20.30-31; Sal 10, 4. 5 y 7; san Juan 21, 20-25

“El Señor examina a inocentes y culpables, y al que ama la violencia él lo odia. Porque el Señor es justo y ama la justicia: los buenos verán su rostro”. El mundo anda revuelto… y “el Espíritu Santo viene a inundar los corazones con el fuego de su Amor”. No son palabras bonitas, sino la respuesta concreta de una buena mujer ante las quejas de tantos por las horas que nos han tocado vivir. La visión sobrenatural no es poner cara de “no se sabe qué”, sino mirar los acontecimientos y los problemas de cada jornada con gallardía y optimismo. Es ver el rostro de Dios, tal y como nos dice el salmista hoy, desde la perspectiva con que la ponen en práctica los que se quieren: con amor.

Amar la justicia es amar la Providencia de Dios. No podemos quedarnos en la pequeñez de los que atesoran “basura”. Se nos han encomendado maravillas para que vuelvan a Dios con el esfuerzo y el trabajo de cada uno de nosotros. ¡Sí!, no se trata de vivir pasivamente nuestra unión con Cristo, sino que el sudor de nuestra frente dará testimonio de que hemos puesto los medios necesarios para rechazar la violencia, buscar la justicia, y encontrarnos con aquél que nos pide consuelo y ayuda. La Iglesia no es una “ONG” que da asilo y alimentos con la mejor de sus sonrisas filantrópicas, sino que, ella misma, es el “gran hospital” de los enfermos del alma (niños y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, sanos y agonizantes…), y que tienen al Espíritu Santo como “Señor y dador de Vida”.

El pecado es el gran drama de este siglo XXI. Aunque volvamos la mirada al activismo que nos domina, o al placer en el que creemos encontrar consuelo, la muerte (¡la de verdad!), sonríe irónicamente ante los “imprescindibles”, los “necesarios”, los “indispensables”… y promueve, muy sutilmente, todo tipo de “urgencias” que habían de realizarse “ayer”. Un cristiano (¡el de verdad!), no sólo predica que Jesucristo ha vencido al pecado y a la muerte, sino que con su propia vida es capaz de decir “¡no!” a todo aquello que le aparte de su Señor.

“Señor, y éste ¿qué?”. A veces nos paramos en las comparaciones que no vienen a cuento. Hablamos de “mentiras piadosas”, “envidias buenas”… pero, en realidad, seguimos buscando el tesoro en el lugar inadecuado. Otros tienen cosas de las que nosotros carecemos, un buen motivo para dar gracias a Dios, sí, pero además es conveniente recordar las mismas palabras que dirigió Jesús a Pedro: “¿a ti qué? Tú sígueme”. ¿Es que somos tan torpes de “entendederas” para comprender que sólo Cristo es capaz de colmar todas mis ambiciones y deseos? ¡Mira que somos “cabezotas”! No sólo necesitamos tropezar doscientas veces en la misma piedra, porque aunque un ángel de Dios me recordara “en carne mortal” mis continuas torpezas, aún sería lo suficientemente hábil para razonarle lo contrario.

Mañana es Pentecostés. Es hora de ponernos en marcha, junto con toda la Iglesia, para anunciar los grandes dones de Dios. No nos importen los “dimes” y “diretes” de lo que opinen otros. Nosotros a lo nuestro: unidos a María, Madre de la Iglesia, y esposa del Espíritu Santo, somos reconocidos como predilectos de Dios: “El Señor está en su templo santo, el Señor tiene su trono en el cielo; sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres”.