Hechos de los apóstoles 2, 1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34 ; San Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13; San Juan 20, 19-23

“Se llenaron todos de Espíritu Santo”. Dios no hace reservas con nadie. Él quiere que todos los hombres le conozcan, y descubran el amor que tiene por cada uno, sin distinciones de color, raza o lengua. Decía recientemente el Cardenal Ratzinger acerca de los fundamentos espirituales de Europa: “Somos herederos de una disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el universo”. La conclusión es que el hombre, una vez ha roto su relación con Dios, pierde su propia identidad. Y ésta es la contradicción en la que nos movemos constantemente: mientras reivindicamos derechos humanos fundamentales (libertad, justicia…), somos capaces de justificar situaciones que atacan directamente la dignidad humana, como es el tráfico de embriones, el comercio de órganos, etc.

Al llegar a éste día solemne de Pentecostés, no podemos más que reclamar lo que pertenece a Dios: todo el orden creado. La vida no es algo con lo que se pueda jugar, sobre todo cuando la ponemos en manos de quienes mañana dirán lo contrario, dependiendo de su interés egoísta. El Espíritu Santo no sólo merece respeto, sino que da la inspiración para que todo lo sagrado tenga su primer y último sentido en Dios, dejando de lado fanatismos y partidismos.

Resulta sorprendente, tal y como afirma el Cardenal Ratzinger, que “cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o incluso una destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin embargo, la libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir el honor y la dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para destruir los derechos humanos”. A veces nos encontramos prisioneros, en esta sociedad de Occidente, de una enfermedad que “sabe comprender” todo lo que sea extraña a ella, pero renuncia a ese principio de la caridad, que ha de comenzar por ayudarse a sí misma.

¡Cuánto trabajo le vamos a dar (y le estamos dando) al Espíritu Santo! Tal y como dice san Pablo: “Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Los cristianos debemos respetar todo lo que es ajeno a nosotros, porque sabemos que la salvación de Dios, “de alguna manera” (con un consciente entrecomillado), alcanza a toda la humanidad, pero también sabemos que la verdad está de nuestra parte, gracias a la acción del Espíritu Santo, que nos hace mostrar el auténtico rostro de Dios.

“Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Aquí está la gran “panacea” que nos brinda Cristo a través del Paráclito. Hermoso don que dispensa la Iglesia a todos aquellos que sufren en lo más íntimo de su ser. “Dios perdona siempre, el hombre algunas veces… la naturaleza nunca”. Acogiéndonos al perdón de Dios respetaremos a nuestro prójimo, y encontraremos en la naturaleza la manera de dar gloria a Dios llevando a término su “plan de salvación”.

¡Cuánta alegría encontramos en el rostro de la Virgen!… Ella es la llena de gracia, depositaria de todos los dones y frutos del Espíritu Santo, y nosotros sus hijos… ¿Alguien da más?