san Pablo a Timoteo 3, 10-17; Sal 118, 157. 160. 161. 165. 166. 168 ; san Marcos 12, 35-37

“¡Qué persecuciones padecí! Pero de todas me libró el Señor”. Quejarse no es malo, lo estéril es tomar la queja como justificación de nuestras omisiones. Me contaban hace unos días que un hombre, en el lecho de la muerte, hablaba a un amigo suyo sobre el sentido de la libertad. Este amigo argumentaba que Dios, en su infinita misericordia, no podía permitir que los hombres renunciaran a su amor. El anciano moribundo, después de un largo silencio, contestó: “Ése es el problema. Dios nos ha creado para amarnos y para que le amemos. Sin libertad no existiría criatura alguna capaz de amar a Dios por sí mismo… todo lo demás sigue las “instrucciones” que marca el orden y fin natural de la creación. Lo prodigioso del ser humano es que, en cualquier momento, puede decir ‘sí’ o ‘no’ a su Creador”.

La queja, por tanto, es algo muy humano. Y todo lo que pertenece a la condición limitada del hombre no tiene como responsable a Dios, sino al ejercicio de la libertad. La primera “limitación” del hombre fue el pecado, y su forma de pensar y actuar ha ido realizándose en una dirección muy estrecha, creyendo que con sus solas fuerzas podría superar cualquier obstáculo. Dios, para muchos, supone un impedimento para esas ínfulas de “autodeterminación” que, aparentemente, nos hacen más independientes. Pero Dios “necesita” de nuestras quejas. Y la oración es el mejor medio para ser escuchados… y sentirnos libres de verdad.

“Muchos son los enemigos que me persiguen, pero yo no me aparto de tus preceptos”. “Hacer lo que me da la gana” puede sonar a algo rotundo y muy personal. La realidad es diferente. Cuando renunciamos a aquello que creemos nos reprime (la moral, las costumbres, la educación, el bien común…), el efecto que conseguimos es el contrario: quedamos esclavizados por las cosas que mueren, y que no nos dan sentido de nada. En cambio, aquél que busca en su existencia el cumplimiento de la ley de Dios, proclamará junto al salmista: “El compendio de tu palabra es la verdad, y tus justos juicios son eternos”.

Lo salmos están repletos de quejas. Jeremías era otro “gran quejica”. Muchos profetas apelaban a Dios compasión ante las misiones que les encomendaba… Jesucristo, en Getsemaní, pidió a su Padre que, si era posible, apartara el amargo cáliz de la Pasión. El Hijo de Dios no tenía pecado, pero quiso llevar sobre sí todas las quejas de la humanidad, desde Adán hasta el fin de los tiempos. Todo para que tú y yo recobráramos la única libertad que nos garantiza ser “libres” (valga la redundancia): la libertad de los hijos de Dios.

“La gente, que era mucha, disfrutaba escuchándolo”. También nosotros disfrutamos de nuestra relación con Dios. Sabemos que, en todo momento, seremos escuchados por Él, y que nuestras quejas no son motivo para abatirnos, sino de sacar fuerzas de nuestra debilidad. Así lo entendieron durante siglos aquellos que buscaban identificarse con los sentimiento de Jesús, y así lo entendemos nosotros. Como decía el propio san Pablo: “Todo es para bien”.

A la Virgen se le dijo: “Bendita tú porque has creído”. Y ella extiende su manto amoroso sobre cada uno de nosotros. En ese refugio de ternura y misericordia, oiremos voces que aclamarán al unísono: “Bienaventurados vosotros que os quejasteis y fuisteis escuchados”.