san Pablo a Timoteo 4, 1-8; Sal 70, 8-9. 14-15ab. 16-17. 22 ; san Marcos 12, 38-44

“Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir”. Uno de los más graves problemas por los que pasa nuestra sociedad actual es la de la educación. Formar ciudadanos para la convivencia y el bien común no es tarea fácil. No se trata ahora de entrar en disquisiciones de orden político o sociológico, sino de ver, a través de la Palabra de Dios, cuál es el orden querido por Él, y cómo beneficia al hombre. San Pablo, en la carta que dirige a Timoteo, le urge a dejar tras de sí cualquier respeto humano, cualquier complejo, a la hora de anunciar el Evangelio. También hay una característica que define a todo cristiano en su vocación apostólica: la paciencia.

Hablar de paciencia es sinónimo de dedicación y tiempo. Cuando hablamos de cuestiones que atañen a lo más profundo de nuestro ser, hay que empezar por el principio. Dios nos ha creado y, en condiciones normales, venimos al mundo en el seno de una familia. Cuando Cristo nació bajo el amparo de María y José, no se trataba de mero azar, sino que fue “conscientemente” querido por la Providencia divina. El comportamiento de Jesús, a lo largo de su vida en el mundo, hacía referencia constante, directa e indirectamente, a la familia: parábolas, milagros, predicaciones, sentencias… Incluso a la hora de su muerte, quiso que su madre estuviera al pie de la Cruz, para recordarnos que, también ella, era madre de la Iglesia.

Olvidar el papel fundamental que ejercen los padres en la educación de sus hijos es marginarlos y alienarlos. Cuando cada vez son más las voces que reclaman una vuelta al orden natural, en otros aspectos de la vida como puede ser el de la familia, parece vislumbrarse un odio irracional contra un derecho sagrado y perenne, garante de la dignidad humana. Aún resuenan en nuestros oídos las barbaries de genocidios cometidos contra la humanidad (nazismo, comunismo, terrorismo), pero un holocausto más cruel se produce con el consentimiento de organismos nacionales e internacionales que, presuntamente, han de velar por el bien de todos los hombres. La indefensión de niños que no podrán ver la luz, rupturas de familias “amparadas” por la sociedad del bienestar, manipulación de la vida con fines “terapéuticos”… ¿No es esto la “crónica de una muerte anunciada” para la humanidad?

“He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”. La paciencia y la formación están íntimamente unidas con la perseverancia. No podemos olvidar que Cristo ha vencido al pecado y a la muerte, pero este triunfo no es una excusa para “cruzarnos de brazos”. La perseverancia en el “día a día” nos hará más fuertes en la esperanza. Tú y yo no vamos a cambiar el mundo “de hoy para mañana”, pero somos sembradores de pequeñas semillas que germinarán en el momento oportuno, y su fruto, aunque lo recojan otros más tarde, tendrá el sabor y el aroma de lo más divino. ¡Ése es el compromiso de Dios con los que le son fieles!

“Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie”. Para Dios cualquier obra hecha en su nombre, aunque sea la más insignificante, tiene un valor infinito. No desprecies lo más cotidiano de tu vida por falta de motivaciones. De vez en cuando tendrás que “escarbar” en tu interior para descubrir cómo el Espíritu Santo realiza su tarea como el más genial de los artesanos. De ese actuar de lo divino fue protagonista ejemplar la Virgen María. Ella escondía los misterios de Dios en su corazón, pero la semilla que llevaba en su seno dio el mayor de los frutos de la historia de la humanidad: Jesucristo, Salvador del mundo, Rey del Universo.