libro de los Reyes 17, 1-6; Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8 ; san Mateo 5, 1-12

Hace unos meses me dieron por detrás (con perdón) en el coche mientras yo estaba tranquilamente parado en un semáforo. Mi coche es pequeñito -pero muy machote-, tiene un parachoques de esos de plástico con lo que, tras el golpe, parecía que no se había hecho nada mientras que el otro coche (bastante más grande) tenía roto un faro y arrugado el “morro”. Hicimos los papeles del seguro y yo, estúpido de mí, con una sonrisa de satisfacción en los labios pensando lo duro que era mi vehículo. Cuando aparqué en la parroquia me faltó tiempo para presumir y fanfarronear de que mi coche era más duro que un tanque, exceptuando la luz de la matrícula que se había roto. Al día siguiente fui a buscar unas maderas para hacer unas estanterías y cuando intenté abrir el maletero comprobé que no había manera. Allí me quedé, en la calle con un montón de tablas, esperando que alguien con un coche con maletero en condiciones pudiese venir a buscarme. Después de presentar el parte en la compañía aseguradora dejé una semana el coche en el taller hasta que cambiaron media parte trasera que estaba doblada como un acordeón. Hace unos días pasé la revisión de los cincuenta mil kilómetros y me llamaron para decirme que tenía los amortiguadores traseros completamente doblados: medio sueldo para el taller ¡Gracias a Dios que parecía exteriormente que no se había hecho nada si hubiera parecido algo todavía estoy barriendo los talleres de “Opel”.
Algo parecido pasa con el pecado. Si se tiene algo de conciencia formada primero es un golpe que asusta. Pero tenemos la costumbre de ponerle al corazón un parachoques de plástico, que no se deforma fácilmente y parece que “no ha sido nada” hasta que empezamos a encontrar dificultades, cosas que no funcionan, excusas que tapen nuestros defectos y todo eso sin cesar de fanfarronear. El pecado impide ser dichoso, siempre nace del egoísmo, de no entendernos ni comprender a los demás como hijos de Dios. El pecado justifica nuestra falta de pobreza de espíritu (y material), nos impide ser sufridos, hace que no miremos las injusticias, nos imposibilita llorar y tener misericordia, ensucia el corazón y nos incapacita para trabajar por nada que no seamos nosotros mismos, ensalzando nuestro “yo” por encima de todos y de todo. El pecado impide vivir las bienaventuranzas y nos las presenta como algo irrealizable, fruto de la “utopía cristiana, ” una preciosa poesía incapaz de vivirse en la prosa de cada día.
Si piensas así es hora de ir al taller, tal vez te cueste una semana o un mes pero tendrás que descubrir las raíces de tu pecado, hacer una buena confesión (qué poco precio para tanta avería) y poner tu vida en manos de Cristo. Entonces, sólo entonces, encontrarás la dicha, la sonrisa del corazón y de los labios, la mirada limpia que mira con ojos enamorados todas las situaciones de la vida. “¿De dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.”
La Virgen es la mejor agencia de seguros, está dispuesta a tramitar tu “parte de accidente” pues, en realidad, es su hijo Jesucristo quien se lleva todos los golpes del pecado.