Reyes 17, 7-16; Sal 4, 2-3. 4-5. 6bc-8 ; san Mateo 5, 13-16

Patones de Arriba es un pueblecito de la sierra norte de Madrid, situado entre montañas, que no era sencillo de localizar hasta que llenamos el mundo de carreteras y carteles. Tan difícil era de encontrar, que cuenta la leyenda que nunca fue conquistado (no por sus grandes defensas, sino porque pasaban de largo sin verlo) y el alcalde del pueblo se proclamó “Rey de Patones” y quiso entablar relaciones con el tan cambiante rey de España (que a fin de cuentas habían sido alternativamente moriscos, de la casa de los Austrias, de los Borbones o un francés que quería hacerse una parcela en la península.) Hoy Patones de Arriba es un pueblo casi deshabitado, lleno de restaurantes, la iglesia convertida en un centro cultural y lo que no consiguió Napoleón con las armas lo consiguió otro francés con la chequera comprando medio pueblo. Vale la pena visitarlo, pero en fin de semana no hay quién aparque.
“No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.” Pienso que demasiadas veces existe el complejo del “Rey de Patones” entre los cristianos: pueden pasar a nuestro lado las hordas visigodas, Atila con todos sus hunos y los cien mil hijos de San Luis, que no descubrirán nuestra condición de cristianos. Tal vez así –podemos pensar-, nos dejarán en paz para vivir nuestra fe en la intimidad de nuestro pueblecito interior, sin someternos a las cambiantes situaciones externas. Tal vez así –pienso yo-, nuestra “iglesia interior”, donde mora el Espíritu Santo, se acabe convirtiendo en un “centro cultural” donde cabe todo … menos Dios.
“Tampoco se enciende una vela para ponerla debajo del celemín” como si fuera una linterna con las pilas a punto de agotarse que más parece absorber la poca luz que habita entre las tinieblas. “Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.” La viuda de Sarepta calcula con su mentalidad humana, con el “debe” y “haber” de las cuentas corrientes. También en ocasiones parece que tenemos miedo a compartir nuestra fe, como si dar testimonio de Cristo vaciase el tesoro de la fe y fuese imposible volver a llenarlo. No dar testimonio de Cristo no es sólo una “falta en el apostolado,” como si fuese una afición de la que no participamos, un “partido de fútbol” que decidimos no jugar: No dar testimonio de Cristo es una falta de caridad con los que nos rodean (los queremos tan poco que les negamos lo más importante que pueden conocer en su vida) y una falta de justicia (nos fiamos tan poco de la generosidad de Dios que creemos que sólo puede iluminar nuestra vida, no la de los otros). En el fondo, otra vez, “reyes de Patones” con nosotros mismos como único súbdito: reyes y esclavos a la vez.
“Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó.” Sé luz, sé sal, sé la ciudad vistosa y esplendorosa de tu Dios e irás profundizando y conociendo que el amor de Dios dura por siempre.
María, reina de los apóstoles, haz que yo mengue y tu hijo crezca.