libro de los Reyes 17, 5-8. 13-15a. 18; Sal 59, 3. 4-5. 12-13 ; san Mateo 7,1-5

Cenaba el sábado pasado con mi amigo Fernando y, después de nuestras habituales consideraciones acerca de los medios de comunicación, me atreví a decirle que para el comentario del Evangelio del lunes me encontraba “bloqueado”. Echamos mano a la agenda electrónica para ver la cita de san Mateo y, prácticamente sin pensarlo, me dijo: “Habla del soplido y del puñetazo”.

“¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo…”. Creo que todos hemos tenido la experiencia de “esa cosita” que se nos ha metido en el ojo y que tan molesta nos resulta. Después de varios intentos de hurgar con los dedos, irritándonos aún más el ojo, hemos acudido a alguien para que con un simple soplido hiciera salir al inoportuno “huésped”. Ahora bien, muy distinto sería que, pidiendo ayuda para que nos sacaran la dichosa mota del ojo, nos respondieran: “Espera, que te voy a dar un puñetazo para que te desaparezca la molestia”. Estoy convencido de que además de permanecer la incómoda legaña en su sitio, se añadiría ahora el dolor de un golpe desproporcionado en la cara (eso si antes no hemos perdido el conocimiento).

¿Cuántas veces queremos solucionar la vida de los demás a fuerza de puñetazos? Perdonadme por la expresión, pero a veces sólo nos fijamos en “chorradas” para poder juzgar a los demás. Hacemos de lo opinable un océano de dogmas e imposiciones, porque la visera de nuestros juicios va muy por debajo de nuestras cejas. Esa estrechez de miras no sólo no ayuda a los que juzgamos, sino que además nos hace vivir tristes y amargados. Y esta experiencia universal, estoy convencido de ello, es lo que hace que la convivencia entre marido y mujer, padres e hijos, compañeros de trabajo, vecinos, etc., sea en tantas ocasiones insoportable.

“…y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?”. El examen personal no es algo accidental. Revisar cada día en qué consisten nuestras “pasiones dominantes” (lo que me gusta, lo que desprecio, dónde pongo el corazón, lo que debería hacer y no he hecho, la ayuda a otros que he rechazado, el lugar que ocupa Dios en cada jornada…), es síntoma de equilibrio y armonía. En cambio, si sólo me fijo en lo que me molesta de otros, además de proyectar mis propias angustias, estaré dando “puñetazos” al aire. ¿Quién no tiene, aunque sólo sean tres minutos al día (¡sí!, tres minutos), para hacerse tres sencillas preguntas: Cómo ha sido hoy mi relación con Dios (en mis pensamientos, palabras y obras), por dónde han transitado mis relaciones con los demás (en mis pensamientos, palabras y obras), y cómo resultó mi relación conmigo mismo (en mis pensamientos, palabras y obras)? Esto, hecho cada día, supondría, además de crecer en nuestra vida interior, tener una mayor sensibilidad por las cosas de Dios, y un conocimiento mayor de nosotros mismos. En definitiva, adquiriríamos un juicio adecuado de las cosas (lo que es importante o no), y tendríamos mayor serenidad y discreción ante los acontecimientos de cada día.

“Pero no hicieron caso, sino que se pusieron tercos, como sus padres, que no confiaron en el Señor, su Dios”. El cristianismo no funciona a base de recetas. Lo que antes señalábamos, acerca del examen personal, no es una fórmula o un golpe de una varita mágica. Es un modo de vida. Somos seguidores de una persona, Cristo, no de un programa político, ni siquiera hemos de sentirnos “adoctrinados” a seguir algo “porque sí”. La libertad de los hijos de Dios es la garantía de que hacemos las cosas por amor… A veces sólo bastará un pequeño “soplido”, hecho con cariño, para quitar eso que tanto nos molesta. ¿Cuántas veces la Virgen tendría que dar un soplido en el ojo de su hijo Jesús para que saliera la legaña inoportuna? ¡Yo también quiero, Madre mía!