libro de los Reyes 22, 8-13; 23, 1-3 ; Sal 118, 33. 34. 35. 36. 37. 40 ; san Mateo 7, 15-20

“Enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón”. Saber escuchar es algo más que una virtud. Es una disposición permanente para estar atentos a lo que nos rodea, en especial a aquellos que necesitan ser escuchados. A veces nuestro comportamiento se asemeja al de un auténtico autista. Vamos a lo nuestro, y poco nos importa lo que otros puedan decir. Curiosamente, el gran avance de los medios de comunicación va en dirección inversamente proporcional a la actitud comunicativa del ser humano. Nos atropellamos en las palabras, dejamos de escuchar lo que no nos interesa, e intentamos imponer nuestras opiniones sin haberlas contrastado previamente. Escuchar es muy distinto a oír. Los animales también oyen, pero prestar atención a lo que se dice y, de esta manera, elaborar un juicio inteligente sobre lo escuchado, sólo es propio de la condición humana. Para el cristiano es vital saber escuchar. San Pablo nos dice que la fe entra por el oído. Todo lo que hemos aprendido desde pequeños (rezar, leer, educación…), ha sido gracias a lo que hemos escuchado de nuestros mayores. Pero esta actitud de aprendizaje no termina en algún momento de nuestra edad adulta, sino que es necesario entonces avivarla aún más.

“Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu palabra”. También existe una «pequeña» diferencia entre ver y mirar. La vista es una función fisiológica, pero la mirada requiere una cierta fijación, además de calibrar lo que se ve. Si fuéramos conscientes de cómo la vista se pierde constantemente en «tonterías», descubriríamos las fuerzas malgastadas en nuestro interior. Disiparse en lo superfluo, por otra parte, es también ocasión para que lo que es propiamente accidental nos parezca esencial, porque entonces el corazón cae prisionero de aquello que no le conviene en absoluto. Y aunque creemos “ingenuamente” que esa dispersión está motivada porque “nos da la gana”, en realidad nos estamos sometiendo a una esclavitud de cosas que nos dominan.

“Cuidado con los falsos profetas”. Cuando veo reclamos publicitarios del tipo: “Sé tú mismo”, “Piensa en libertad”… y, a continuación, aparece una prenda de vestir, una colonia o un automóvil, me pregunto por qué tendrán tanto éxito esas campañas de publicidad. Una de nuestras grandes debilidades es la vanidad, y el pensar que somos autónomos en todo. Y la sociedad del bienestar (tan pregonada por nuestros políticos), es una invitación sutil a vivir en la más absurda de las sumisiones. Somos capaces de autoerigirnos en dueños de nuestro destino frente a una recomendación del Papa (acusándole de atropellar nuestras libertades) y, en cambio, comportarnos como “corderitos” comprensivos ante un anuncio que habla de la necesidad de usar preservativos. Pero el juego al que se nos somete es tan antiguo como la historia de la humanidad. No se trata de echar la culpa a “lo mal que va la sociedad”, sino lo “tontos” que somos, en ocasiones, por dejarnos engañar en cuestiones que perjudicarán a mi matrimonio, mi familia, mi sacerdocio, mi noviazgo, mis amigos, mi trabajo… Nunca podemos confundir la fuente con un poco de agua encharcada, aunque brille a la luz del sol.

“Por sus frutos los conoceréis”. Virgen María, el fruto bendito de tu vientre es el único capaz de colmar cualquier dicha nuestra. Sabemos que la cruz nos acompaña todos los días, y en el momento más inesperado. Pero en el árbol en el que fue crucificado tu Hijo afloran los frutos más sabrosos. Con tu ayuda subiré a ese madero y “robaré” uno para mi corazón.