Isaías 49, 1-6; Sal 138, 1-3. 13-14. 15 ; Hechos de los apóstoles 13, 22-26; san Lucas 1, 57-66. 80

“Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso”. Reclamar derechos es de justicia. Somos testigos de cómo se atropella la dignidad humana más elemental, y se oprimen las conciencias en aras de un supuesto bien mayor. Por ello, reclamar lo que es justo es algo que pertenece a la esencia de cualquier reivindicación. La mayoría de esas interpelaciones van en dirección de lo que nos afecta externamente (un mejor puesto de trabajo, unas conspicuas condiciones económicas, un sufragio universal, libertad de movimiento, etc.). En cambio, pocas veces se apela a la libertad interior. Una de las cuestiones que el cristianismo siempre ha defendido es la necesidad de actuar en libertad. Y, en primer lugar, libertad sobre sí misma. Es lo que se llama el dominio de sí. Tener dominio de sí, que es un fruto del Espíritu Santo, va más allá del supuesto “controlar la situación”, o que “no me las den con queso”. Y, en primer lugar, libertad sobre sí mismo. Es lo que se llama el dominio de sí. Se trata de un verdadero ejercicio (“ascética”, lo llama la tradición cristiana), y que sigue unas pautas donde el hábito y la costumbre juegan un papel fundamental.

Curiosamente, se critica la denominada “represión fundamentalista”, que dicen algunos observadores existe en la Iglesia Católica. Y esa supuesta “contención” existiría en un hombre o una mujer que pretenden vivir coherentemente su fe: una cierta disciplina, un dominio de las pasiones, una lucha por vivir la castidad, unas normas de vida… Todo eso, dirán muchos, es consecuencia de una intolerancia y un agravio contra la libertad de la persona. Pero, si observamos más de cerca, descubriremos que los que formulan semejantes acusaciones son prisioneros de esclavitudes que provienen de su descuido en la vida interior: rencores, envidias, vanidades, perezas…

Como contrapunto, la Iglesia nos propone hoy la figura de san Juan Bautista. El que se considerase siervo y esclavo de Dios, no suponía un menoscabo en el ejercicio de sus libertades, sino, por el contrario, se atribuía ser el hombre más libre, porque nada ni nadie podían condicionar sus actos. El que Dios sea el Señor de nuestra vida, es tomar sobre nosotros la mayor de las reivindicaciones: ser templos vivos del Espíritu Santo. Y esto no está sacado de ningún manual de teología, ni ha sido fruto de arduas reflexiones. Simplemente, es la consecuencia de unos hábitos y unas costumbres que han ido esculpiéndose en nuestro interior, teniendo como abono precioso el sacramento del Bautismo. El Bautista invitaba a una conversión que, como dirá san Pablo, “se os ha enviado como mensaje de salvación”, y esto es lo único que nos importa: ser libres en la libertad de Cristo, porque Él nos ha liberado del pecado y de la muerte.

Cuando Isabel dio a luz a Juan Bautista, la gente se preguntaba “¿Qué va a ser este niño?”. Muchos padres también se preguntan y hacen cábalas acerca del futuro de sus hijos. Y eso está bien. El problema viene cuando Dios quiere intervenir, por ejemplo, en la vida de esos niños, quizás llamándolos a una vocación más generosa, y distinta de los planes de sus progenitores. No sé lo que pensaría Isabel (si aún vivía por entonces), viendo a su hijo apartado en el desierto, alimentándose de lo que encontraba por el suelo, y vistiéndose con piel de camello. Pero si la prima de la Virgen fue coherente con las palabras que le dirigió: “Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mí”, entonces, orgullosa y libremente, se lo entregó enteramente a Dios desde el primer instante.

El que mezquinamente piensa que puede actuar con libertad, dejando a Dios de lado, es que aún no ha aprendido valorar su propia vida… ¡sólo tenemos una, aquí en la tierra, y se nos ha dado gratis!