Amos 2, 6-10. 13-16; Sal 49, 16bc-17. 18-19. 20-21. 22-23; san Mateo 8, 18-22

“Atención, los que olvidáis a Dios”. Tener memoria histórica es reconocer que lo que somos lo debemos a alguien. Hay una familia, una patria, una cultura, y todo un caudal de positivas influencias que han hecho posible que nos forjemos una personalidad propia. Decir que uno es un autodidacta me parece una solemne tontería. Sólo podemos enseñar lo que hemos aprendido, de la misma manera que sólo podemos amar lo que conocemos. El que se erige como autónomo en absoluto padece una seria enfermedad: la soberbia intelectual. Tener vergüenza de nuestro pasado, como de nuestras raíces, es reconocer nuestra propia frustración. Nuestros deseos sólo pueden descansar en la realidad de lo que somos, no en la utopía de los que otros tienen.

De la misma manera, cuando vemos sonrojarse a más de uno por evitar el reconocimiento de las raíces de Europa, por ejemplo, que está asentada firmemente en el cristianismo, deberíamos de pensar que algo no anda bien. Lo que hay en el fondo es evidente: el olvido de Dios. Cuando el salmista se refiere a este descuido del hombre, está apelando a una consecuencia inevitable: la condición humana se dirige a su autodestrucción. Aquí no se exagera nada, porque esta llamada de atención se ha repetido a lo largo de los siglos, y aún no hemos despertado de nuestra pereza ante lo que Dios nos pide a cada uno. Muchas veces he pensado que los santos son como pequeñas antorchas que nos recuerdan en dónde hemos de poner el corazón. Y que las distracciones por todo lo que nos rodea es síntoma de que no sabemos reposar en Dios. Por tanto, lo “urgente” y lo “eficaz” son los nuevos ídolos de la humanidad para aquellos que queman su vida por cosas que perecen, mientras Dios, desde lo alto, “sonríe”.

“El que se sienta en los cielos se sonríe, Dios se burla de ellos” . Esto último, que pertenece al Salmo segundo, a veces me ha sobrecogido. Pensar que, a pesar del afán que pongamos por las cosas del mundo, poco cambiarán si no lo hacemos en nombre de Dios, es para relativizar tanto empeño egoísta. Creemos que por un simple “decretazo” podemos borrar a Dios de nuestras conciencias, de nuestra historia, y de nuestra vida. Pero tanta testarudez no sirve sino para dar golpes contra nosotros mismos. No es el hombre el que puede ponerse en el centro de la historia, sino que ha sido Dios mismo quien lo ha colocado en el vértice de la creación. Este olvido esencial ha supuesto un verdadero aguijón, que no tiene otro responsable sino la propia persona.

“Tú, sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Seguir a Cristo no es un “capricho” para unos cuantos escogidos. Es una llamada universal para toda la humanidad. Decía san Agustín: “Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti”. Se trata de un nuevo olvido que no puede quedar, sin más, escondido en la conciencia. El mundo puede parecernos muy grande, los grandes avances de la ciencia pueden deslumbrarnos, la sabiduría de muchos políticos puede suponernos un acicate a nuestro compromiso personal y social… pero, sin Dios, todo eso se convierte en una locura colectiva, que nos hace ir a la deriva de nuestros instintos, por muy políticamente correctos que sean.

María, la Virgen, no tuvo otra pretensión que cumplir la voluntad de Dios. Su memoria estuvo siempre unida a la de Dios. Dejó entrar lo eterno en la historia, y ésta tuvo a su verdadero Señor: Cristo.