Hechos de los apóstoles 12, 1-11; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9 ; san Pablo a Timoteo 4, 6-8. 17-18; san Mateo 16, 13-19

“Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”. La persecución no es un fantasma de gente paranoica. Es una bienaventuranza anunciada por el mismo Jesús. Pero, ¿qué hay de agradable en sentirse perseguido? Nos conviene recordar que las alegrías de Dios no coinciden “necesariamente” con la de los hombres. Los primeros cristianos sentían que sus cabezas estaban pendientes de un hilo. Y la manía del rey Herodes (y esto sí que era paranoia), por dar caza a los seguidores de Jesús, no era algo gratuito, sino que entraba dentro de los planes de Dios. Jesús no murió en la Cruz esbozando una sonrisa, pero sí que dijo: “Todo está cumplido”. Y, ¿qué era lo que le daba la fuerza necesaria para llevar hasta el extremo ese querer de Dios?: la oración.

Toda bienaventuranza, que supone escándalo para tantos, no es otra cosa sino un signo de contradicción para los que no saben (o no quieren) orar. Si llegáramos siquiera a percibir lo que supone un acto de amor de Dios, hecho desde la oración más sincera, los cimientos de este mundo temblarían. Pues bien, supongamos que en vez de ser una oración solitaria, se trata de toda la Iglesia orando incesantemente. Entonces, nada ni nadie podría contra los hijos de Dios. ¿Es que no se reza?, ¿es que se reza mal?… Estoy plenamente convencido de que si las cosas no van a peor es por la oración de tantos, en especial de aquellos, que han entregado sus vidas para interceder ante Dios por los hombres, mediante su existencia contemplativa.

“Date prisa, levántate”. La oración no tiene como finalidad permanecer pasivos ante las dificultades. Le sigue la acción. Es como el que pretende batir el record de los 100 metros lisos, pero sin preparación. Después de meses de entrenamientos, sacrificios y concentración, uno puede empezar a tener esperanzas de hacer algo digno en una carrera olímpica. La oración es ese tiempo constante y necesario (lleno también de sacrificios y renuncias personales), que nos habilita para poner a Dios en medio de nuestras actividades. El secreto de la oración es la perseverancia.

“El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo”. San Pedro y san Pablo, a quienes honramos especialmente hoy, estaban unidos mediante la oración. ¡Qué bien suenan estas palabras de san Pablo! No es una seguridad que provenga de una vida ganada a pulso por un mero esfuerzo personal (¡qué lejos está el Evangelio del voluntarismo!), sino que, mediante la oración, nuestros queridos apóstoles, aún reconociendo sus múltiples debilidades, trazaron la mayor de las verticales hasta el cielo. Traspasados por el amor de Dios, no cabía en ellos otra cosa sino el Espíritu Santo.

“Tú eres Pedro”. Hemos de dar gracias a Dios por tener un Papa, en donde la oración ocupa un lugar fundamental. Me emociono viendo al Santo Padre recogido en oración, y la cantidad de anécdotas que nos hablan de cómo cuida su trato personal con Dios. No tengamos apuro, la Iglesia está en buenas manos. Y ahora falta nuestra correspondencia. Al terminar de leer estas líneas te aconsejo que reces por las intenciones del Papa, pues se trata de una de las mejores manera de orar.

“Totus tuus” es el lema de Juan Pablo II. ¡Todo tuyo, Madre mía! Si somos de la Virgen tendremos una garantía añadida para que nuestra oración sea realmente eficaz. Ella es la que está constantemente intercediendo ante Dios para que sigas siendo fiel.