Amos 5, 14-15. 21-24; Sal 49, 7. 8-9. 10-11. 12-13. 16bc-17; san Mateo 8, 28-34

Hace unas semanas me dieron una pintura. Se trata de una representación del rostro de Cristo de la Sabana Santa de Turín. Hoy estoy haciendo este comentario delante de él. Se trata de un rostro sereno. Los que han investigado durante años acerca de la Síndone, aseguran que es la impresión del cuerpo del Señor en el instante mismo de la Resurrección… ¡extraordinario!

“Buscad el bien y no el mal, y viviréis”. Nos asegura el Evangelio que Jesús pasó por el mundo haciendo el bien. Algunos se preguntan cómo pudo tener semejante final (la muerte en la Cruz), si su única preocupación era el dolor y el sufrimiento de los hombres hubiera sido suficiente una respuesta que mitigara semejante padecimiento. Si “escarbáramos” con profundidad los pasajes en los que Cristo entra en el corazón de aquella gente consternada que le pide alivio, descubriríamos que en muchos de esos momentos se trata del enfrentamiento del Hijo de Dios con el mal.

No deja de ser asombroso que los que juzgan o condenan a Jesús obtienen la callada por respuesta. Sin embargo, cuando es la personificación del mal quien se le pone por delante, Cristo no se anda con remilgos y ataja la cuestión con radicalidad. Me comentaba un sacerdote que resulta llamativo la actitud de una gran mayoría ante el mal en el mundo. Se consideran dignas de malicia determinado tipo de estructuras, aquello que atenta contra el bienestar general… pero, cuando se trata de hablar de determinadas condiciones, en donde entra el pecado personal (el que cada uno tenemos), entonces evadimos cualquier tipo de responsabilidad.

Cristo nos redimió del pecado. Esta es la verdad. Resulta absurdo acudir a un Jesús liberador de situaciones opresoras (poderes establecidos, opciones fundamentales, etc.), cuando lo único que le importaba era recuperar nuestra condición de hijos de Dios. Y no hay nada tan destructivo y cooperador del mal como nuestro propio pecado. ¿De qué sirven nuestras lágrimas de “cocodrilo” ante una guerra injusta, o unas imágenes en televisión que se ceban con el hambre del tercer mundo, cuando “consentimos”, por ejemplo, la muerte indiscriminada de millones de seres humanos a los que se les impide nacer?

“¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”. Pues sí, la existencia del demonio es mucho más real de lo que podemos imaginar. ¿Por qué tanto empeño en negar su evidencia? Da la impresión de que colocando al diablo en la vitrina de la mitología trasnochada podemos hacerle desaparecer. Otros, como en el caso del Evangelio de hoy, le pedimos a Dios que no se meta en nuestros asuntos, y que es mejor que se marche con sus exorcismos a otra parte. ¿Aún nos preguntamos por qué existe el mal en el mundo, cuando nos dedicamos a poner el abono necesario para que subsista?

No existe un Cristo sólo para adornar paredes o pechos. La Cruz no es un símbolo sin más: es la respuesta de Dios ante el misterio del mal en el mundo. Éste sí que es el abono fecundo para que el bien encuentre su sitio, dejando a un lado el papel que muchos hacen de “porquerizos”, viviendo empeñados en salvar su “cerdo” oportuno (un segundo coche, un mayor bienestar, la lujuria de los fines de semana, las drogas…).

Veo el rostro de Cristo, sereno y majestuoso a la vez. En ese semblante también descubro el de María, su madre. Ella dio a luz al bien por excelencia, y nosotros buscamos, con nuestras obras y nuestro ejemplo, ser sembradores de ese bien para los demás.