Oseas 8, 4-7. 11. 13; Sal 113B, 3-4. 5-6. 7ab-8. 9-10; San Mateo 9, 32-38

Cuando estaba en los pueblos de la sierra era común que cada parroquia tuviese su pequeño cementerio parroquial. Habitualmente no se utilizaban –los cementerios municipales eran más modernos y mejor distribuidos-, pero de vez en cuando alguien quería arreglar su antigua sepultura. Solían ser sepulturas en tierra, con una simple cruz de metal de la que se había borrado el nombre.
Una vez una mujer me pidió arreglar la sepultura de una tía suya para poder utilizarla cuando llegase el momento. Contrató a los albañiles y yo acudí al lugar para controlar que se hiciese con dignidad la “reducción de restos.” La cuadrilla era de chavales jovencillos, no muy creyentes en Dios pero muy temerosos de los difuntos (tantas películas de Drácula y de Zombis deben dejar huella). Para quien nunca ha visto un esqueleto lo que más “impresiona” es la calavera, los otros huesos parecen palos carcomidos. Después de un rato de trabajo el pico se clavó en tierra y sacó clavado en la punta una calavera. Se llevaron un susto tremendo. Como allí estaba, en teoría, enterrada sólo la tía de la actual propietaria pensaron que ya había pasado lo peor. Apartamos el cráneo a un lado, para enterrarlo luego dignamente, y siguieron trabajando. Cuál no sería su sorpresa cuando al rato apareció otra calavera (otro susto) y luego otra, y otra (hasta cinco). Nadie sabía quienes serían, tal vez fallecidos en la pasada guerra de España o de alguna de las epidemias que de vez en cuando asolaron la población. Así es la vida ( y la muerte), los enterramos al fondo de la rehecha sepultura y recé un responso por todos. Sin nombre, sin familia, sin recuerdos pero con una oración.
“Se romperá en pedazos el toro de Samaria.” En estos días en que aprieta el calor parece que hacemos un ídolo del cuerpo: Se enseña, se colorea, se forma, se luce y el pudor se guarda con las prendas de invierno. Cuerpo que, no lo dudes, acabará como los desconocidos de la fosa del cementerio. Para nuestro cuerpo ese va a ser “el día después.” Hay que cuidarse pero no hay que dar culto al cuerpo. No podemos convertir nuestra carne en “altares para pecar.”
No está de moda, pensarás, hablar de pudor, de castidad, de decencia. Son ideas arcaicas, de reprimidos sexuales, de miradas sucias, … hoy casi todo está bien visto, es lo que se lleva (o mejor dicho: no se lleva). “Siembran vientos y cosechan tempestades.” ¿Acaso las dietas, los gimnasios, los regímenes alimentarios, las prendas que no dejan nada a la imaginación, etc. se hacen y usan para no gustar a los demás?. Cuántos, que consideran estas cosas como “tonterías”, han acabado adorando la fragilidad de su carne y el único pecado que conocen se llama “michelín.”
“Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas.” Muchos aparcan su fe, su vocación, a su único Señor en el tiempo del calor, tú piensa que el Señor es tú pastor y a Él es al que tienes que gustar por dentro y por fuera y no le importan demasiado las medidas.
¿La píldora del día después?. Asegúrate que al lado de tu sepultura alguien musite una oración y el Señor hará que tu cuerpo sea glorioso.
Para las madres los hijos nunca son feos, así que cuando salgas a la calle, te relaciones con otros, en tu descanso, en tus diversiones y conversaciones, ojalá pueda estar tu madre la Virgen presente y te diga al oído: “Pero que guapo (guapa) eres.”