Oseas 14, 2-10; Sal 50, 3-4. 8-9. 12-13. 14 y 17; san Mateo 10, 16-23

Cuando estaba en los pueblos de la sierra aprendí a montar a caballo. Al principio tenía mucho miedo, el caballo es un animal grande y vivo que se mueve solo. Poco a poco aprendes a controlarlo y a que, más o menos, haga lo que tú quieres y no lo que él quiere. Del paso pasas al trote, del trote a las agujetas y de éstas al galope. En campo abierto se puede correr bastante e, inseguro de mí, siempre pensaba que el caballo hubiera pasado la revisión y tuviese los frenos a punto. El profesor no paraba de repetirnos que el caballo no te tira sino que es uno el que se cae. Frases muy bonitas por parte del que sabe pero uno no dejaba de repetirse interiormente que por algo llamarán a los caballos “bestias.”
Hasta ahora sólo me he caído una vez y me di cuenta de que el profesor tenía razón: el caballo no me había tirado, fui yo quien aflojó las rodillas y terminé por los suelos. Pagué la botella de sidra a los que venían conmigo (precio de cada caída), y no he vuelto a dejar de apretar las rodillas cuando estoy encima de un corcel.
“Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado.” “Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos, los pecadores tropiezan en ellos.” A veces, demasiadas veces, cuando tenemos nuestras caídas, nuestros pecados, pensamos que el Señor nos ha abandonado, nos ha “tirado.” Sin embargo somos nosotros los que “aflojamos las rodillas,” no nos acompasamos al ritmo de Cristo y terminamos por los suelos. A veces ante las caídas nos desanimamos, nos cansamos de intentarlo, dejamos la oración (“no estoy en gracia de Dios y no me vale para nada” nos justificamos), atrasamos la confesión (“siempre me acuso de lo mismo y no noto que avance nada”), abandonamos la Eucaristía frecuente (“ya iré cuando lo sienta más profundamente”). En definitiva, nos quedamos tirados en el barro y pensando lo malo que es Dios que nos abandona.
El cristiano es el que se cae pero, aun con el cuerpo dolorido, vuelve a “subir al caballo” y “aprieta más fuerte las rodillas.” Sabe que se puede caer, una y mil veces, pero nadie le tira. Por eso, aunque no estés en gracia de Dios y te sea difícil encontrar un sacerdote inmediatamente para confesarte, no dejes la oración, no olvides la Eucaristía, haz frecuentes comuniones espirituales y dile al Señor: “Me duele todo, en cuanto pueda iré al médico de la confesión, pero vuelvo a subir al caballo y sigo avanzando; no me quedaré tirado en el barro.”
“Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas.” Sagaces para no dejarnos dominar por la desesperación, para saber lo que realmente es importante. Y sencillo para saber que Dios te conoce perfectamente, que sabe que te puedes caer, pero no te preocupes de “qué le vais a decir o de cómo se lo diréis” (buscando echar la culpa a la “cabalgadura”) simplemente dile: “Aquí está el tonto de tu hijo dispuesto a caerse un millón de veces y a levantarse un millón más.”
¿Dificultades? Todas, no te extrañe, pero galoparás por encima de ellas guiado por buen el maestro que va a tu lado: Nuestro Señor.
Cuando tu rocín, tu soberbia, tu orgullo, tu sensualidad, tu amor propio, se encabriten y creas que no te puedes mantener por encima de ellas pídele a nuestra Madre la Virgen que apacigüe a la “bestia” y se convierta en fiel instrumento de Dios.
¡Hala!, levántate del barro, coge otra vez la brida y a intentarlo de nuevo.