Miqueas 2,1-5; Sal 9,22-23.24-25.28-29.35 ; san Mateo 12, 14-21

Ayer ya lloramos bastante, hoy nos secamos los ojos y miramos a nuestro alrededor. Ser sacerdote diocesano implica el obedecer al Obispo (la obediencia es más difícil que el celibato pero es menos escandalosa), y que un día estás en un lugar y, al siguiente, estás en otro. Las parroquias son “entes complejos” formados por muy distintas personas y no siempre te reciben con los brazos abiertos y “haciendo la ola.” A veces me han recibido “de uñas,” con desconfianza, como si fueras a destrozar la labor de años anteriores. En unos pocos días te juzgan, te clasifican, te etiquetan y ya puedes “bailar la danza del vientre” que costará años cambiar el juicio que se hicieron sobre ti sin conocerte. En alguna parroquia en la que me negué a hacer absoluciones comunitarias (creo que con buenas palabras y una sonrisa en los labios), hicieron correr el rumor de que yo no era católico (me decía un día una viejecita: “Ya me han dicho que usted no es católico, pero me gusta como celebra la Misa”). En estos años de sacerdote me han tildado de liberal, integrista, violador, borracho, traficante de drogas, me han denunciado a la vicaría y no sé cuantas cosas más de las que no me he enterado. Alguna vez he perdido la calma pero me ha ayudado a descubrir la paz.
“En aquel tiempo, los fariseos, al salir, planearon el modo de acabar con Jesús.” “Ay de los que meditan maldades, traman iniquidades en sus camas; y al amanecer las cumplen, porque tienen el poder.” La difamación no es nada nuevo ni original: “Difama, que algo queda” es el lema de muchos corazones egoístas. Seguro que cualquiera de los que leéis estos comentarios podréis poner mil ejemplos de difamaciones que han lanzado sobre vosotros.
¿Qué hacemos ante esto? ¿Contraatacamos? De acuerdo, pero como lo hizo Cristo. “Jesús se enteró, se marchó de allí y muchos le siguieron.” Podemos tener la tentación de “usar las armas del enemigo” y lanzar por la boquita todo tipo de improperios contra aquellos que nos hacen daño, y hay que reconocer que cuando nos ponemos a ser malos podemos ser muy malos. Haz frente a la difamación (la de pequeña escala que sólo te humilla a ti) con el silencio de tu boca y el estruendo de tu trabajo diario por Cristo. Acalla los improperios que te suben por la garganta y haz florecer la caridad de tu corazón. “No porfiará, no gritará, no voceará por las calles.” Meterse en peleas con gritos de verdulera (que parece que cuanto más gritan su mercancía es de mejor calidad) o defender “nuestra honra” a costa de la honra de los demás no lleva a ningún sitio.
Jesús conocía perfectamente el corazón de los hombres, podía haber puesto ante los que le escuchaban las miserias del corazón de los que planeaban atacarles, exponer sus pecados, avaricias, complejos y miedos. Pero no lo hace, tú no lo hagas, simplemente rectifica la intención, haz un acto de amor de Dios, reza por los que te insultan y sigue trabajando. A veces se pasa mal, pero se encuentra la paz, la seguridad de que el pabilo, aunque vacilante, no se apagará.
Y por supuesto cierra tus oídos a cualquier murmuración, crítica o juicio sobre los otros, aunque venga de “muy buena fuente.”
María no hace caso a chismes, te mira a ti a los ojos, a los tuyos, sin hacer caso de lo que otros le hayan contado sobre ti o de lo que tu vengas a decirle de los otros.
En silencio, a la chita callando, se descubrirán las intenciones de los corazones, que en el tuyo sólo prevalezca Cristo.