Miqueas 6, 1-4. 6-8; Sal 49, 5-6. 8-9. 16bc-17. 21 y 23; san Mateo 12, 38-42

El amor de una madre es de las cosas más grandes que se pueden experimentar en la vida. Si se trata de la madre de un sacerdote aún resulta más especial. Hace unos días murió la madre de un amigo sacerdote. Ella ya era mayor. Como se dice vulgarmente: “ley de vida”. Saber que el corazón de una madre es el latido del ejercicio sacerdotal de su hijo es, casi siempre, garantía de fidelidad. Cuando en el tanatorio rezaba un responso por el alma de esa buena mujer, más bien estaba pidiéndole su intercesión. Recé la liturgia de las horas junto a ella… y encontré mucha paz.

En estas ocasiones uno vuelve a recuperar lo esencial de las cosas. Vamos desgranando a lo largo de los días, de los meses, de los años, multitud de asperezas porque no nos sentimos correspondidos. ¿Qué buscamos en realidad? Hemos podido hacernos un futuro con mucho esfuerzo y dedicación… y, ¿qué? Nuestras ambiciones quedan mediatizadas por tantas circunstancias, que han olvidado su propósito inicial. Una vocación sacerdotal, que surgió por unos deseos extraordinarios de entrega y amor a Dios, también puede verse empañada por la rutina del acontecer diario, buscando otras compensaciones, lejos de ese sabor de lo divino. “¿Con qué me acercaré al Señor, me inclinaré ante el Dios de las alturas?”. ¡Qué importante es ponerse ante el altar de la Eucaristía como si fuera la primera vez! Es como la llave para acceder al elixir de la ”eterna juventud”. Humanamente, sólo el amor de una madre se le puede comparar. Su centro de atención no se desvía, sino que se aviva aún más por el amor hacia el hijo.

“El que me ofrece acción de gracias, ése me honra; al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios”. La queja de una madre, antes que mirar su propio dolor, va al núcleo del sufrimiento del que dio a luz. Por eso cualquier sacerdote mira con agradecimiento esa generosidad grande que le acompañará hasta el fin de sus días. Cuando uno lee en los periódicos, o escucha las noticias, de algunas atrocidades de padres con los hijos, piensa: ¿Qué hemos hecho? También en la televisión, hace poco, se hablaba de ciertas denuncias de padres por el maltrato sufrido por los hijos. ¿Es esta la sociedad que hemos ambicionado tener a costa del olvido de Dios? Alguien me decía: “Tenemos lo que nos merecemos”. Si nos miramos con detenimiento descubriremos asombrados que no tenemos nada. Hemos olvidado que la medida del tener no está en el poseer, sino en el “ser”. Cambiar a Dios por unas migajas de triunfalismo, poder o riquezas, es prostituirse para acabar en el más absurdo de los vacíos.

Hemos hecho del mundo, en muchas ocasiones, un circo. Buscamos lo más sorprendente y notorio, lo que llame la atención, y lo que más distraiga nuestra conciencia. “Maestro, queremos ver un signo tuyo”. ¿No es ésta una provocación circense? Ahora, en algunos semáforos de mi ciudad, en vez de encontrarte con indigentes que te piden un euro a cambio de limpiar el parabrisas del coche, ves a unos cuantos haciendo juegos malabares, y después pasan el “cepillo”. Me pregunto si ésta será también la actitud que tengamos que tener en el futuro para que la gente nos haga caso. La respuesta de Jesús: “Aquí hay uno que es más que Salomón”. Ni gobernantes, ni poderes económicos, ni nada que se le parezca, reclama la atención del Señor. Dios ha puesto como único signo para nuestra salvación la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo.

Después del rezo de vísperas, mirando el rostro de esa madre difunta, entoné en silencio una Salve a la Virgen. María tiene un alma verdaderamente sacerdotal. Ella, que estuvo al pie de la Cruz de su hijo, es también madre de cada uno de nosotros, los sacerdotes. ¡Bendita esperanza de la humanidad, que puede encontrar refugio en el amor de una madre!