Cantar de los cantares 3, 1-4a; Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9 ; san Juan 20, 1. 11-18

“¿Visteis al amor de mi alma?”. Cuando dos personas se aman el tiempo y el espacio resultan relativos. Pueden acortarse las horas cuando el amado está junto a la amada, y resultan excesivamente largas cuando viven separados el uno del otro. También un lugar puede resultar especialmente entrañable cuando los que se aman han vivido momentos intensos o, por el contrario, puede parecer extraño un sitio donde no se encuentra a quien se ama. Éste es también el lenguaje de Dios. El libro del Cantar de los Cantares nos cuenta una historia de amor que, al modo humano, refleja lo que supone la relación de dos seres que se aman y no pueden vivir el uno sin el otro. Cuando la amada pregunta por el amor de su alma, está hablándonos de la necesidad de cada uno de nosotros por encontrarnos con Dios, nuestro amor por excelencia.

Podemos “matar” el tiempo con todo tipo de distracciones y quehaceres “urgentes”, pero si Dios no tiene cabida en ellos, este activismo puede resultarnos, tarde o temprano, una agobiante losa, pues no reconoceremos lo que verdaderamente amamos. También podemos huir de un lugar a otro (física o moralmente), con el pretexto de que no nos encontramos a “nosotros mismos”, pero la soledad siempre nos seguirá, allá donde vayamos, si no nos dejamos acompañar por Dios.

“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”. Cuando, ante el altar, un hombre y una mujer se prometen amor para siempre, en la salud y en la enfermedad, para lo bueno y lo malo…, saben que más que un contrato, el matrimonio es la historia de dos almas que, contando con sus limitaciones y defectos, prolongan su amor por encima del tiempo y del espacio, para constituirse en el reflejo del amor de Dios por cada una de sus criaturas. El salmista nos habla de las continuas restricciones que supone nuestro acontecer diario: madrugar, tener sed, pasar hambre…, pero todas estas dificultades no son obstáculo para amar, sino acicates para que la esencia del amor se mantenga viva para siempre. ¡Con qué poco se conforman los que se aman, y cuánto reciben a cambio por su correspondencia y generosidad!

“Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. María Magdalena había perdido al amor de sus amores, el sentido de su vida y la razón de su existir. Nadie mejor que ella, que había experimentado en su propia carne el perdón y la misericordia de Dios, sabía el significado de la separación de aquel a quien amaba por encima de su propia vida. Jesús interroga a la Magdalena acerca de sus sollozos y, también a nosotros, nos pregunta el motivo de nuestras continuas búsquedas. Experimentar el amor de Dios, ¡de verdad!, es vivir el gozo de lo que uno jamás desea renunciar, a la vez que descubre en su interior la paz de quien ha encontrado lo que buscaba… definitivamente. Esto no es óbice para que las circunstancias, e incluso nosotros mismos, siembren de pequeños (o grandes) obstáculos esta trayectoria de amor. Lo importante es que el camino que recorramos lo hagamos junto Aquel a quien amamos, y que nunca nos abandonará. Incluso todas esas dificultades se transformarán en nuevas motivaciones para intensificar nuestra pertenencia a quien le debemos todo.

María es la esposa del Espíritu Santo. Su amor tuvo como fruto al Hijo de Dios. Aprendamos de ella a no desfallecer en medio de lo que nos duele o nos hace sufrir. Ella perseveró hasta el fin, porque vivió de una manera inaudita el amor de Dios en su corazón. La Virgen es Madre del Amor Hermoso, y esa misma belleza brilla en tu interior cada vez que le dices a Dios: “Encontré al amor de mi alma”.