san Pablo a los Gálatas 2, 19-20; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9. 10-11; san Juan 15, 1-8

Escuchaba el otro día en la radio una encuesta que planteaba un locutor sobre la credibilidad de los ciudadanos hacia sus respectivos partidos políticos. No se pedía una valoración en general, se preguntaba la opinión acerca de si las propuestas del ideario político les parecían o no veraces a los propios votantes. Lo curioso del resultado, fue que muy pocos apostaban por la credibilidad. Entonces, ¿en qué consiste el juego de la política?, ¿vale la pena gastar el tiempo, el dinero y el esfuerzo en vender imágenes de la “verdad”?

Siempre se ha dicho que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. El Santo Padre también lo ha señalado en más de una ocasión. Depositar la soberanía de una nación en el pueblo no es algo nuevo, ha sido una disquisición planteada a lo largo de muchos siglos. Considerar la equidad, la justicia y el bien común como derechos de toda persona, parece ser algo inalienable y propio de la naturaleza humana. El problema radica en el uso que damos a determinados instrumentos para el ejercicio de una justa distribución. Resulta evidente que un individuo nunca será idéntico a otro. Cada uno poseemos unas características y personalidad propias, que son también intransferibles. ¿Cómo respetar esas identidades peculiares, a la vez que se pueda velar por una auténtica actuación en pro del bien común?

“Para la Ley yo estoy muerto, porque la Ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios”. ¿Hace referencia san Pablo a la ley de los hombres, o a la de Dios? Si, posteriormente, nos habla de vivir de la fe en el Hijo de Dios, que le amó hasta entregarse por él, ya se ve que los “tiros” van en la línea de no tener como un absoluto la ley del mundo. Sin olvidar el respeto que se debe al poder establecido (también Jesús estableció ese “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”), el apóstol de los gentiles siempre ejerció lo que en la modernidad se ha denominado “principio de subsidiariedad”. Es decir, todo gobernante ha de velar por la autonomía y libertad de sus ciudadanos, pues les corresponde a éstos el poner en práctica ese ejercicio del bien común.

No estamos hablando de otra cosa, sino de la libertad de cada conciencia. Este respeto exquisito por el interior de la persona, es la verdadera garantía de que se actúa buscando el auténtico bien. Escuchaba una homilía de un sacerdote hace unos días al hilo de las palabras del Señor: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Esta seguridad que poseemos los cristianos, decía el sacerdote, nos da una libertad de espíritu impresionante. Tenemos la obligación de respetar otras conciencias, pero eso no nos priva de algo esencial: vivir con la determinación de que seguimos a la Verdad, Cristo.

“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mi no podéis hacer nada”. ¿Lo queremos más claro? Sin el Señor no podemos hacer nada… absolutamente nada. Este convencimiento no es fruto de ninguna ideología, ni de ningún tipo de falso triunfalismo. Recordarás que Cristo murió en la Cruz para alcanzar tu libertad. Para muchos hombres de hoy, eso no fue otra cosa sino el fracaso de una persona y una doctrina. Los que luchamos, día tras día (aunque, a veces, con barro hasta “las narices”), por vivir la fidelidad a ese Crucificado, sabemos que la mentira no produce ninguna satisfacción plena, y que para alcanzar la verdad hay que estar muy cerca de esa Cruz.

Una vez más, miramos a María, junto al pie de ese patíbulo, y le pedimos que nos haga verdaderos discípulos de su Hijo… y que ardan las conciencias con el fuego del Espíritu Santo.