Hechos de los apóstoles 4, 33; 5, 12. 27-33; 12, 2; Sal 66, 2-3. 5. 7-8 ; san Pablo a los Corintios 4, 7-15; san Mateo 20, 20-28

Estoy persuadido de que soplan vientos difíciles contra la Iglesia. Sólo hay que palpar el ambiente para darse cuenta de que “alguien” anda suelto (algunos lo llaman “príncipe” de este mundo)… y va a dar de verdad la lata. Hoy, sin ir más lejos, me encontraba en la calle, junto a la catedral de la Almudena de Madrid, conversando con un sacerdote cuando, de pronto, un joven que pasa junto a nosotros, en tono desafiante nos dice: “¡Somos más fuertes que vosotros, y os venceremos”! Esto lo dijo añadiendo su condición de homosexual. Si hay una institución que respeta la dignidad de la persona es, precisamente, la Iglesia.

Durante esta semana la Conferencia Episcopal Española ha publicado un documento donde recuerda el respeto que merecen los homosexuales. No hace otra cosa, sino recoger lo que ya publicó en su día el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 2358: “Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente radicadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor, las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición”. Pasar de ese respeto debido a toda persona (estado, condición, sexo, raza….), al de equipar el matrimonio cristiano (“La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer”) al de los homosexuales va un abismo. Dios nunca puede contradecirse a sí mismo, y menos cuando hablamos del orden natural de las cosas.

“Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor y hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. ¡Pues sí!, es necesario bastante valor para soportar “carros y carretas” y, además, con alegría y optimismo. El caso relatado anteriormente es simplemente una anécdota, la raíz del problema es más profunda y amarga. Sabemos que la Iglesia es santa porque está asistida por el Espíritu Santo, pero también los que la constituimos (hombres y mujeres del mundo entero), estamos hechos de una “pasta” no precisamente de diamante, sino quebradiza y escurridiza. Escandalizarse de algunos hechos que pueden acontecer en la Iglesia, ciertamente no es algo ajeno a nosotros, pero sí exige por nuestra parte una gran dosis de compasión (sea el caso que sea). Me gusta recordar la imagen que daba un hombre de Dios acerca de la Iglesia: “Es un gran hospital donde sólo son bienvenidos los enfermos… los sanos no interesan”. Se trata de las mismas palabras de Jesús: “No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores”.

“Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre”. ¿Por qué se desata tanto odio contra la Iglesia? En primer lugar, por aquel “príncipe” (arriba mencionado), que instiga contra la belleza de nuestra bendita madre la Iglesia. En segundo lugar, por aquellos que no pueden soportar que la Iglesia sea la única capaz de alcanzar el sosiego y la reconciliación a las almas. En tercer lugar… bueno, podríamos hablar también de un cuarto, un quinto, y así “ad infinitum”. Pero lo que verdaderamente nos importa es la invitación de Jesús a beber de su cáliz… lo demás, da igual.

Cuentan que San Francisco de Asís sufría mucho cuando eran delatados los estigmas de sus pies, manos y costado ante los demás. Intentaba ocultarlos, pero en ocasiones resultaba imposible. Cuando alguien le preguntaba qué manchas de sangre eran aquellas que llevaba en la túnica, respondía Francisco: “Pregunta qué es un ojo cuando no puedas mirar con él”. Mira a la Virgen cómo besa las llagas de su Hijo cuando le descienden de la Cruz. Esa misma ternura se nos exige a cada uno de nosotros cuando descubramos alguna “desnudez” que pueda escandalizarnos… y la Iglesia, con mayor motivo, será mucho más hermosa.