Jeremías 18, 1-6; Sal 145, lb-2. 3-4. 5-6 ; san Juan 11, 19-27

Comprendo muy bien a las madres y las abuelas en verano. Después del curso, después de un año de trabajo, llegan las vacaciones y hay un afán grande, grandísimo, por descansar.
Los niños tienen que descansar de sus profesores y de los libros, los profesores tienen que descansar de los niños. Los subordinados tienen que descansar de sus jefes, los jefes tienen que descansar de los subordinados. Todo entra en una especie de necesidad por la vida plácida para que se pueda tomar el libro que se había ido dejando para tiempos mejores, para que se puedan cultivar los rosales que estaban un poco descuidados, para mirar con fruición la sierra que está preciosa con lo que ha llovido este año, y esto y lo otro y lo de más allá. Pero la casa no se hace sola, curiosamente hay que seguir poniendo la mesa y haciendo la comida y, como cada cual se relaja un poco (o un demasiado), el desorden tiene que ir entrando en el orden que alguien tiene que ir haciendo prevalecer. Se puede adivinar quiénes. Total, que las madres y las abuelas padecen, muchas veces, el veraneo del resto de la familia y, a veces también, los demás “gorronean” su placidez y su descanso a costa de las sufridas madres y abuelas que se lo siguen trabajando de lo lindo para que todo esté a punto y no domine el caos.
Marta era del gremio. Y salió, como todas las madres y abuelas llegado determinado momento, reivindicadora. Era ella la que se multiplicaba para que Jesús y sus acompañantes pudieran descansar, estar a gusto, tomar nuevas fuerzas y emprender otra vez, con nuevos bríos, la labor cotidiana, pero mientras tanto María a lo suyo, a escuchar a Jesús. No había derecho. Le damos toda la razón, por lo menos compartir un poco las obligaciones, división de funciones para poder llegar a todo y terminar antes y poder descansar también.
Pero he aquí que el Señor rompe el saque. El Señor siempre rompe el saque. Le dice que María ha escogido la mejor parte. Ya ves tú, María, que está allí escuchando y escurriendo el bulto…
No entra el Hijo de Dios en la dinámica de si María se estaba “escaqueando” de su obligación de servir o no, va más allá: como siempre hace, resuelve las cosas por elevación. Le hace ver a Marta que la cosa no está tanto en pensar en uno, en si llega o no a hacer lo que tiene que hacer, y pensar en los demás, para ver si trabajan o no, comparando si es más o menos de lo que uno trabaja, la cosa apunta en otra dirección: el quid de la cuestión no reside tanto en “hacer” sino en “ser”. La cuestión no es hacer las cosas que creemos que le agradan a Dios, cuantas más mejor, sino en amar a ese Dios que está en las cosas y detrás de las cosas. Dicho con otras palabras: la eficacia verdadera no reside en el movimiento, reside en el amor. Y el amor pasa por la contemplación. ¿Y qué es contemplar? Hacerse uno con la persona a la que se quiere.
Es una lección maravillosa de Jesús. Pero al cabo del tiempo muere Lázaro y Jesús vuelve a Betania. María se queda esta vez en casa, mientras Marta sale al encuentro de Jesús. Ahora su activismo es otro: le hace salir corriendo un amor que ha comprendido ya muchas cosas. “Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Y Jesús le habla de cosas grandes, elevadas: la resurrección, y apela a algo igualmente grande, grandioso: su fe. Marta responde. Claro que cree, cómo no va a creer, si sabe (la contemplación la ha hecho ya reaccionar) quién es el que tiene delante: el Mesías. Es entonces cuando el Señor se vuelca con ella y con María, con las dos hermanas, porque saben amar, y Él no se deja ganar en esa generosidad. El amor de aquella familia por Jesús hace que el Señor, conmovido, resucite a un muerto, Lázaro.
Pídele a Nuestra Madre la Virgen que también tú, yo se lo pido para mí, seamos capaces de poner nuestra eficacia en un amor entregado, que sabe contemplar, y si tiene que moverse se mueve mucho y bien, pero no sin sentido sino con el empuje del que ama.