Ezequiel 18, 1-10. 13b. 30-32; Sal 50, 12-13. 14-15. 18-19 ; san Mateo 19, 13-15

El retazo de la vida de Jesús que hoy nos presenta el Evangelio no puede ser más tierna. Imaginamos fácilmente al Señor con una sonrisa mantenida, cuando las miradas de los niños se cruzan con la suya. Recuerdo haber leído, o quizá me han contado, que en una ocasión un hombre miraba a un niño con quien estaba jugando, y levantando de pronto la vista comentó: “miro a los ojos a este niño y es como mirar a Dios”.
Entendemos lo leemos en el Evangelio de hoy: “de los que son como ellos es el reino de los cielos”. De los que son como niños ¡es el reino de los cielos! Podríamos decir que ¡es increíble! Nosotros el cielo se lo daríamos a alguien que haya sufrido mucho, que haya hecho grandes cosas por la Iglesia, por el prójimo, que haya ayudado a los más necesitados, a quien haya entregado su vida en un claustro o en el mundo con un compromiso de servico con alegría a los demás, o cosas similares, pero darle el cielo ¡a un niño! ¡Qué disparate! ¡Si no hacen nada!… en el mejor de los casos se pasan el día jugando; eso, cuando no está molestando, o no dejan que “los mayores” puedan trabajar bien.
Eso deberían de pensar los apóstoles. Por otra parte, es algo tan humano, tan parecido a lo que –veintiún siglos después— acabamos de comentar: los niños revoloteando al lado del Señor, y fastidiando con su vitalidad y, probablemente, dando los famosos gritos de la chiquillería. Tal era el griterío y alboroto que “los discípulos los regañaban”.
No nos imaginamos al rudo Pedro, o a los hijos del trueno, con la de cosas importantes que hay que hacer, reparando en unos mocosos que incluso quitan categoría al cortejo, como si el Señor y los discípulos fueran a ser confundidos con unos feriantes: ¡esto del cristianismo es una cosa muy seria!
La sorpresa, una vez más, nos la da el Señor: “Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí”. Pues ya tenemos la lección de Jesús: lo importante no son las cosas que vosotros imagináis (en hacer muchas cosas, por ejemplo), sino la sencillez, el candor, la sinceridad, la pureza, el abandono, la alegría, la entrega de los niños”.
Una vez más el Señor lo que quiere no son tanto tus obras “importantes”, sino tu corazón. Ahí es donde radica lo más importante del hombre: su amor, sus sentimientos, su voluntad, sus deseos, su empeño por ser bueno, su abandono en manos de su padre… de su Padre Dios.
Aquellos aspectos que nosotros consideramos al principio importantes, la entrega, el servicio a los demás, una vida de sacrificio, de ayuda a los más necesitados, si valen es porque se realizan como lo hacen los niños, es decir, con alegría, con sencillez, con abandono, con pureza, revoloteando al lado del Señor. En definitiva, con presencia de Dios, que es la manera de estar, vivir y amar.