Isaías 66, 18-21; Sal 116, 1. 2 ; Hebreos 12, 5-7. 11-13; san Lucas 13, 22-30

Tiene que haber una errata. Llevo veinticuatro horas buscándola. He consultado distintas traducciones de la Biblia, desde las católicas hasta –al más puro estilo de “Misión imposible”-, la de los Gedeones internacionales. Y no he encontrado la errata, tendré que seguir buscando.
Sin duda hay una errata en el Evangelio de hoy. ¿Cómo no va a saber nuestro Señor Jesucristo responder inmediatamente a la pregunta que hoy le hace un hombre cualquiera?. “Señor, ¿serán pocos los que se salven?.” Esta pregunta me la han respondido a mí muchos “teólogos,” estudiosos, funcionarios, camareros, albañiles, amas de casa, analfabetos y “analfabestias,” personas de todas las condiciones sociales, intelectuales y de cualquier edad. Ayer mismo, cuando volvía de pasear al perro, una niña de unos 12 años me afirmó que todos iríamos al cielo pues el infierno no existe (ya sé que es una conversación rara para tenerla por la calle con una niña que no ha hecho la primera Comunión y jamás se ha confesado, pero empezó ella). Una pregunta tan sencilla: ¿No sabe responderla el Hijo de Dios encarnado?.
“¡Todo el mundo se salvará!” te suelen responder todos estos “sabihondos” a la pregunta que le hacen hoy a Jesús en el Evangelio de hoy. Nos asusta la idea de la posibilidad de la condenación y lo mejor para no aceptar algo es negarlo. Si aceptamos que alguien se pudiese condenar también nosotros podríamos entrar en el “cupo” y eso no queremos verlo. Negar la capacidad de la condenación es negar la libertad humana, la necesidad de la redención, la realidad de la misericordia de Dios, el motivo de la encarnación de Jesucristo o la individualidad de la persona humana; pero más vale borrar todo eso de un plumazo antes de aceptar la posibilidad de la condenación eterna. Querer negar todo eso es más viejo que la tos (para los cultos se llama “apocatástasis final”), pero seguimos “erre que erre” afirmándolo con muchísima alegría o procurando soslayar el tema en predicaciones y publicaciones.
Pero el Señor, en vez de darnos una respuesta que llenaría el mundo de suspiros de alivio, se pone a hablar de puertas estrechas por las que “muchos intentarán entrar y no podrán.” El P. Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, lo ha escrito en estos días: “A Jesús no le interesa revelarnos el numero de los salvados, sino más bien la manera de salvarse.”
La salvación es siempre un don -inmerecido por nuestra parte-, que Dios nos hace, pero debemos prepararnos a recibir ese regalo. De poco valdría que me regalasen un jet privado si no tengo ni idea de cómo se pilota un avión, es mas, creo que no sabría ni abrir la portezuela para embarcar.
El que se esfuerza por entrar por la puerta estrecha aprende a reconocer el amor y la misericordia de Dios. Descubre las reprensiones de Dios hasta en lo más pequeño “porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.” Leyendo el diario de Santa María Faustina Kowalska sorprende la de veces que el Señor la reprende y corrige en cosas aparentemente tan pequeñas que me hacen temblar de espanto al ver mi vida. Y también descubre la vida “honrada y en paz,” vislumbra la sonrisa de Dios y las huellas de su misericordia por lo que camina hacia Él por difícil que parezca el camino, pues con Dios todo es fácil. Dirigirse hacia la puerta ancha impide todo eso, nos imposibilita para descubrir las huellas de Cristo y al poco agota, hastía y vacía de sentido la vida pues vamos demasiado cargados de nosotros mismos.
No hay ninguna errata. Hay que esforzarse para entrar por la puerta estrecha. Pídele a Santa María, Reina de cielos y tierra, que nos ayude para, como nos dice la carta a los Hebreos a “fortalecer las manos débiles, robustecer las rodillas vacilantes” y caminar con pie firma hacia la puerta estrecha con la compañía del Señor. Y ¡cuidado!, hay mucho “caradura espiritual” al que la puerta más ancha del mundo todavía le parece estrecha.