san Pablo a los Corintios 3, 18-23; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 ; san Lucas 5, 1-11

“Que nadie se engañe”. Hace unos días asistí al funeral de un sacerdote muy querido. La gran huella de su paso por el mundo se reflejaba, fundamentalmente, en la cantidad de vocaciones que habían salido por su mediación. Muchos eran los sacerdotes jóvenes que acompañaron en el último adiós a este “siervo, bueno y fiel”. Durante la Misa me estuve fijando en esos rostros agradecidos, y que hablaban sinceramente de tener lo mejor: ser sacerdote. Pues bien, ¡que nadie se engañe! Esos servidores de Dios y de los hombres, no están puestos para brillar ante los ojos del mundo, sino que aprendieron que “la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios”.

Todo esto viene a la cabeza cuando se piensa en tantos sacerdotes, compañeros míos, que viven en parroquias de pueblos dispersos en distintos lugares del mundo, y que con su servicio abnegado y silencioso se convierten en auténticos puentes hacia Dios. No aparecen en primeras páginas de los periódicos, ni se habla de las catequesis que realizan, o las visitas a las familias que hacen diariamente, o el consuelo a los enfermos llevándoles a Jesús sacramentado. Para el mundo todo esto es necedad, porque no se ven los resultados, tal y como se mide mediante el marketing al que estamos acostumbrados. Para Dios, en cambio, y para ese pueblo necesitado de Él, se trata de otro lenguaje y de otra eficacia, que sólo es medida por el amor entregado que, en muchas ocasiones, se da con verdadero sacrificio… y con una renuncia inaudita, porque no se espera nada a cambio.

“Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”. Cuando se ha entregado una vida totalmente a Dios no se esperan compensaciones humanas. Un sacerdote, que sabe de sus debilidades en cuanto hombre, ha escogido ser de Cristo, y ser el mismo Cristo. Comienza entonces una historia que, a pesar de sus contradicciones y sus penalidades, sabe que ha obtenido “el ciento por uno, ya en este mundo”. Recuerdo, hace ya algunos años, una homilía del sacerdote que, ahora, iba a ser enterrado. En un momento dado, y una vez que relató las excelencias de lo que significaba ser sacerdote de Cristo, hizo un prolongado silencio para decir a continuación: “No olvidéis, sin embargo, que un sacerdote, desde el punto de vista más humano, vive solo”. Y volvió a recalcar ese aspecto de la soledad. Pero ese sentirse solo, que puede parecer un drama para muchos, para el sacerdote es la garantía más firme de que “todo” es de él, porque es de Cristo. ¿No resulta conmovedor retener en las manos, en el momento de la Consagración, al Hijo de Dios, que es el Señor de la Historia?… Nadie puede dar más.

“Apártate de mi, Señor, que soy un pecador”. Estas palabras sinceras de san Pedro, le hicieron presentarse ante Jesús tal y como era. No hubo ningún examen, ni siquiera tuvo que rellenar un formulario para asegurarse de qué iba la cosa. Sólo bastaron las palabras de Cristo: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. El miedo sólo existe cuando uno se adentra en lo desconocido y en lo incierto. Con Jesús, todo sacerdote sabe que no importan los aplausos, o el reconocimiento de lo bien que se hacen las cosas, tan sólo basta saber que Él está ahí… ¡y punto!

¡Madre mía!, haz que sea fiel hasta el final. Tú estuviste al pie de la Cruz de tu Hijo y, en medio de tanto dolor, recogiste sus palabras que también iban dirigidas a mí: “He ahí a tu hijo”.